He terminado la novela
sudando. Mi cerebro no dejaba de imaginar finales para cada una de las
historias. Todos esos personajes, tan dispares, con unas vidas tan propias e
impropias, tan redirigidas por el malestar y el agobio social. Incluso Johnny,
ese arquetípico protagonista, encasillado erróneamente en el lado oscuro,
producto del suburbio, tiene un lado sensible y opuesto a sus fines y consignas.
Y es que todo en la novela es un flash sentimental, una reivindicación del mal
que nos come el terreno, pequeños viajes de ida y vuelta al abismo.
Golondrinas
muertas en la almohada, a mi entender (redirigido inevitablemente por mis
impulsos filosóficos), es un grito para la humanidad, una protesta explosiva,
cruel y, en muchas de sus partes, tan realista que roza lo surrealista. Cargada
de descripciones grotescas, sucias, frías, escuetas y detalladas, dignas de una
novela de Bukowski o Welsh. Narrada de una forma original y formada por retazos
de la vida de un buen puñado de personajes, hora a hora durante un par de días,
como si de una crónica se tratase, sin remilgos. Capítulos convertidos en
crochés directos a la boca del estómago.
Conspiraciones, traiciones, borracheras,
ironía a raudales y mucha sátira. Rica en frases elocuentes dignas de un
escritor talentoso que no puede esconder su timidez. Salvaje.
Cuando abrí el libro y empecé a leer, y
digo esto para que algunos de vosotros mostréis interés, me vinieron a la mente
dos novelas: Menos que cero, de
Easton Ellis; y Azul casi transparente,
de Ryu Murakami. Quizás fue por la forma en la que estaba narrada, o por el
contexto escabroso que envuelve dichos textos, o por las drogas, el sexo y la
violencia. Cuando entré en materia, con ese tráfico clandestino de bebés de
trasfondo, y esa madre descompuesta que aparece en la comisaría, y esa familia
a punto de tener descendencia, y esos matones descerebrados guiados por la
sinrazón, y ese chico malo que siente cómo una luz guía sus verdaderas emociones,
todo se dio la vuelta y Chuck Palanhiuk y Bukowski se instalaron en la odiosa
mira de la comparativa. Cuando llegué a la página setenta mi concepto de lo que
estaba leyendo se engrandeció, ya no estaba frente a la primera novela de un
escritor novel con aspiraciones profesionales, sino todo lo contrario. Pudo ser
la narración centrada en Max la que me ayudó a entender ciertas cosas (su final
lo tomé como una metáfora centrada en nuestro actual presente), o la de Luz y
la ilusión de una madre soltera que vende su cuerpo al mejor postor. No sé,
todo empezó a cautivarme. La historia, englobando absolutamente cada capítulo,
me fue atrapando de una forma magistral. Concretamente la parte políticosocial, representada en el
sistema de gobierno (corrupto como en nuestros días) de Tucumán y la Metrópoli
(lugares idealizados por el autor). A medida que la intriga avanza, el cúmulo
de personajes, unos de forma directa, y otros debido a los actos que se desatan
a su alrededor, se mezcla en una amalgama de acciones cruzadas: sangrientas (de
un modo u otro), dulces como el que muere inhalando gas, y emocionalmente
sorprendentes todas ellas.
A modo de sorpresa, Henry Chinaski, alter ego de Charles Bukowski, nos
ofrece sus servicios volviendo a la vida una vez más, haciendo lo de siempre,
junto a Hector, un borracho que sufre alucinaciones. Sin embargo, aunque haya
ciertos protagonistas llamativos y cautivadores, el eje de la historia lo lleva
Johnny y todo lo que rodea a sus impulsos, tareas y deshonestos actos. EL
personaje es brutal en todo su esplendor, hasta para poner el punto y final de
la historia.
Incluso el amor tiene cabida en los
corazones más negros.