Hay una mujer tumbada
en el descansillo de mi casa. Está desnuda. Su piel, de un tono azulado, no
muestra brillo o sudoración. Pongo la mano en su cuello, totalmente frío. No
tiene pulso. La observo con detenimiento. Me sorprende estar tan tranquilo y
sosegado. Sus labios, única muestra de color vivo, están pintados de rojo
intenso. Tiene los ojos cerrados y las pestañas negras como el carbón, igual
que su pelo, peinado con delicadeza. Mi primera impresión es dura.
«La han colocado aquí», pienso.
Saco el teléfono y marco el 112.
Me cuesta llamar.
Un extraño sentimiento me nubla la mente en
estos instantes. Me apetece tocar el cadáver. No de una forma lasciva. Es algo instintivo,
como si me estuviese enamorando de un alma en transición. Esos ojos, sus
labios. El silencio que rezuma. Los susurros inaudibles que creo percibir.
Parpadeo diez o doce veces. Me llevo la
mano al pecho. Trago saliva. «No puede ser», me digo. Noto la ansiedad. Muy
distinta a la de otras veces. No tengo miedo. Es amor, casi podría asegurarlo.
¿Por qué? No lo sé. Jamás hubiese imaginado algo así en toda mi triste
existencia. «Cómo puede ser». Soy incapaz de moverme. No puedo darle la espalda
y llamar para que se la lleven.
Trago saliva. En realidad trago sequedad.
Necesito un bourbon.
Mis pulmones requieren una ración
cilíndrica de humo.
Son las seis de la madrugada. El silencio y
la oscuridad reinan las calles. Tan solo destacan la amarillenta luz de un
farol aislado y algún maullido solitario. El resto de la acción se centra en
los latidos de un corazón demasiado herido, el mío.
Guardo el teléfono. Me agacho. Respiro profundamente.
Pongo la mano derecha sobre uno de sus
muslos. Soy un maldito enfermo. Cierro los ojos y me centro en el tacto. La
frialdad de su piel me produce escalofríos. Noto la electricidad corriendo por
mi nuca. Soy un enfermo que acaba de descubrirse ante el mundo. Enamorado de la
muerte, de la oscuridad, de lo prohibido.
Abro los ojos.
La miro.
Es hermosa. La mujer más hermosa del mundo.
No necesito sentir su mirada. No me hace falta conocer el color de sus ojos.
Sea lo que sea, va más allá de la razón. Amor mortal. Un cariño tan atávico
como la figura de un demonio de acero rodeado de magma.
Esos senos. Perfectos. Con los pezones color
bronce. Puntiagudos. Duros. Parecen de goma. Parecen estar llamándome a gritos.
Soy un enfermo, lo sé.
Me avergüenza estar arrodillado frente a un
cadáver y sentir todo esto. Me sobrepasa. Olvidemos el morbo por un momento. Es
necesidad. Algo me incita de forma inhumana.
Finalmente me dejo seducir y rozo uno de
sus senos con delicadeza. No quiero ser irrespetuoso. Todo lo contrario.
Abro la mano y cubro con ella el seductor
pecho.
Cierro los ojos y viajo a ese lugar
interior que todos tenemos. Al templo sagrado del orden espiritual. En mi caso,
se trata de una cabaña en mitad de un enorme lago helado.
Solo siento el tacto de su piel. Quiero
notar calor, pero es una ilusión. La frialdad no solo posee mi interior.
Pienso en mi propia decadencia como ser
humano. Cómo se puede caer tan bajo. Estoy de rodillas, sobando el cadáver de
una hermosa mujer y excitado como nunca antes. No soy lo que creía ser. No soy
lo que era. Jamás volveré a ser la misma persona. Este acto acaba de
condicionar mi futuro. Ya no podré mirarme al espejo y sonreír. Ahora me veré
como un violador. El tipo que mancilló aquel cadáver desconocido.
Abro los ojos.
Me descubro babeando como un maldito
adolescente.
Soy un millón de hormonas fuera de control.
Por momentos me descubro planeando la forma
de meter el cadáver en casa y posarlo sobre mi cama. No quiero tener sexo con
ella. Como ya he dicho, es más parecido al amor. Es deseo en estado puro. Algo
enfermizo, esquizofrénico e indescriptible.
Sacudo la cabeza con violencia. Me levanto
de golpe.
«¡Quítatelo de la cabeza!»
Rebusco en el bolsillo de la chaqueta. Saco
las llaves. Abro la puerta y entro en casa. Desde el otro lado, observo el
cadáver. El instinto me dice que eche el cerrojo y tire las llaves por el
retrete. Debo evitar la tentación. Si me dejo atrapar moriré como ser humano y pasaré a ser un
demonio de acero, alguien sin sentimientos.
Vuelvo a sacudir la cabeza.
Me dirijo al baño y me lavo la cara con
agua helada.
Saco de
la nevera una botella de cerveza artesanal y doy un trago largo. Noto el
amargor. Tengo el estómago tan vacío que enseguida siento un fuerte calor
subiendo desde mis entrañas.
No quiero hacerlo.
NO.
Sin embargo lo hago.
De nuevo ojeando el descansillo a través de
la mirilla.
Ella parece estar esperándome con ansia.
Puedo leerlo en su aura. Sé que no es posible. Me lo digo una y mil veces. Pero
no me creo. Son excusas. En realidad mi único pensamiento está basado en la
locura. Quiero pasar la noche con ella.
La visualizo en mi cama.
Cadáver, cama; hermosa dama helada, alcoba.
Cortaría mis venas en este preciso instante
si supiese que el destino nos tiene reservado una eternidad de pasión en el
infierno. Sexo desenfrenado en las catacumbas de la soledad más angustiosa. No
me importaría lapidar mi vida y cometer el mayor acto de podredumbre humana que
existe.
Saco el teléfono y vuelvo a marcar el 112.
De nuevo se frena mi dedo al marcar el
icono de llamada.
Me encuentro bloqueado, encerrado en una
fantasía que no puedo borrar de mi cabeza.
Pasan los minutos. Saco otra cerveza. Fumo
un cigarrillo tras otro. Mezclo el tiempo con Jack Daniel’s, antidepresivos y
más cerveza. Después de cuatro horas, en las que tan solo una hoja de madera me
separa de la enfermedad más vil y rastrera, el sol irrumpe tímidamente en la
escena.