El ascensor metálico es una caja de espejos inanimados,
un juguete en manos de un ordenador central. Se siente la irrealidad en su
interior. Marco el número diez, el infierno más alto, y subo sin darme cuenta.
Ellos van de traje y corbata, algunos se creen
dioses; ellas se camuflan de otra manera, tienen más libertad, o eso piensan.
Sinceramente, bajo mi corrosivo filtro, no creo que muchos de los presentes se sientan
cómodos con sus roles. Es sus caras se lee la falta de ganas. Es un poco
decadente, se lo toman como si fuese un juego.
El pasillo está lleno de puertas y pequeños
recibidores. Cientos de personas se agolpan como ciervos salvajes. Me paro en
el descansillo 37, miro al abogado que cubre mis espaldas y nos reímos de la
realidad. Él no es como el resto, es un resto, un retal sobrante, una página en
blanco. Es mi reflejo legal.
El dinero se transforma en perdón, y el perdón en
una burda trampa gubernamental. Da asco, lo sé. El sistema está tan podrido que
incluso la salvación huele a estiércol. Por suerte, las conversaciones absurdas
dan por fin sus frutos.
Un abogado de marca registrada me chequea. “No me
leas si no quieres, títere”, le digo en tono suave y sin venir a cuento. Es
evidente que el tipo no sabe de lo que hablo, pero me da igual. “No escribo
para ser entendido, sino todo lo contrario, busco descartar lectores”, vuelvo a
decir antes de girarme por completo.
Casi todos los presentes parecen gacelas vírgenes
en busca apareamiento: unos buscan el premio del placer y otros, simplemente
quieren joder.
En la calle llueve. Lleva días lloviendo. Es la
una del mediodía. Mi defensor quiere celebrar la victoria tomando una cerveza,
y yo nunca hago ascos a una cerveza. Está decidido, nos tomaremos una cerveza,
o dos.
Ahora ya no soy un supervillano, han borrado mi
expediente y parte del pasado. Solo los jueces pueden modificar los
acontecimientos, al menos, eso se creen. Desde hoy vuelvo a ser un héroe
maldito, al menos, eso me creo.
Aquellos que resisten, ganan.
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