Silencio.
Quietud. Indiferencia. Pinceladas grises que arrastran malestar y sentimientos
encontrados.
Mutismo. Mímica. Metamorfosis. Sombras
inertes capaces de sonreír sin motivo.
Soy consciente del cambio a cada paso. Hoy
estamos aquí y mañana nos vamos a la mierda, desaparecemos. Nuestra carne se
pudre. Los órganos vitales son devorados por el demonio que nos gobierna. La
transformación funciona así. No todo son risas en el edén de lo efímero.
Pedacito
de realidad que no viene a cuento:
Un caramelo de regaliz en la boca. Los
cascos. Música sonando a todo volumen. Rock. Salivación excesiva. El resto de
viajeros duerme. La carretera se consume bajo las ruedas del autobús.
Las puertas laterales se abren. Acabamos de
llegar al intercambiador de Moncloa. Caminata hasta el metro. Sacar el abono.
Un saludo cordial al guardia de seguridad. Doscientos metros y tengo las vías
delante.
Subo al vagón. Miradas frías. Distancia
existencial.
Llego
al trabajo en tiempo récord. Una vez allí, me planto frente a las puertas automáticas.
Las miro y se abren. A veces pienso que tengo poderes mentales y soy capaz de
mover objetos, pero no es así. Pongo el dedo en la maquineta de fichar. Dicen que lee tu huella dactilar, cosa que
empiezo a dudar. Todos los días la misma mierda: poner el dedo, poner el dedo, poner
el dedo. La maldita maquineta y sus
manías. No quiere reconocerme. Soy el trabajador X.
Tras una veintena de intentos logro que me
reconozca y da comienzo la jornada de la marmota.
Desesperanza.
Dulzura. Danza de lágrimas. Gemidos estridentes que consiguen llamar mi
atención.
Indiferencia. Sueño. Cansancio vital. Un
infierno de posibilidades se abre ante mis ojos.