Estoy como ese viejo al
que Hemingway tuvo días en alta mar. No quiero rendirme y no lo voy a hacer.
Iré de acá para allá, sonreiré, odiaré. Lo
que haga falta. De momento tengo un libro en el regazo, El sueño eterno, y una cerveza encima de la mesa. También estoy
fumando.
Suena el teléfono.
Se han equivocado.
Intento concentrarme, pero soy incapaz.
Esta no es mi semana. Tampoco es mi año. Cabe la posibilidad de que ni siquiera
sea mi vida. A veces lo pienso. Me comparo con Bukowski, nada que ver, por
supuesto. De ser así, el telefonillo de mi casa sonaría de vez en cuando.
Grupos de personas entrarían con cerveza y ganas de follar.
Estoy en la mierda.
Soledad en estado puro.
Bebo cerveza de marca blanca. Amarga como
ella sola. Paso las páginas de la novela sin enterarme de nada. En realidad ya
estoy pensando en la siguiente que me voy a leer. Me encuentro aturdido. Los
golpes de la vida empiezan a hacer efecto. Demasiados crochés. Incontables
directos a la mandíbula.
Hace frío en casa.
No puedo poner la calefacción.
Cojo el estuche de la guitarra. No me
preocupo en vestirme para la ocasión. Salgo por la puerta con un cigarro en la
boca y masticando el plan que llevo fraguando meses. En realidad no tengo
ganas. Siento náuseas. Un tremendo escalofrío viaja de nuca a rabadilla.
Llevo una vieja escopeta de dos cañones.
Solo existe un objetivo.
Ahora pensaréis que voy a matar gente. Y
puede ser. No será por falta de ganas. Montar el arma, colarme en un centro
comercial, o en una gran superficie, y a la mierda. No sería una mala opción.
Acabar con una veintena de familias. Reventar a unos cuantos maderos y guardias
de seguridad.
Llego al punto marcado en rojo.
Logro colarme con una vieja tarjeta.
Me encuentro en la azotea de uno de los
teatros más importantes de Madrid. La seguridad es pésima. Conozco bien el
espacio. En estos instantes, el jefe de seguridad está tomando cervezas como si
estuviese en una competición. Mano a mano con su compañero de fatigas. Colgando
las anillas de las latas en un corcho, como si fusen trofeos.
Abro una botellita de absenta.
Me
arde la garganta al tragar.
Qué pensaría Harry Haller si estuviese en
mi lugar. Se pondría a leer, supongo. Igual estaría con un ejemplar de
Palahniuk entre las manos, o rebanándose los sesos con una novela de Bohumil Hrabal. No lo sé. Lo único que puedo
afirmar es que se habría agarrado a cualquier otra cosa.
Monto la escopeta.
Saco dos cartuchos.
El palo de la muerte está listo para
suplantar la realidad. Observo. El público ya está saliendo. Es la hora.
Aprieto el gatillo y siento el fuego.
La vida se rompe en mil pedazos, deja de expresar sentimientos, se vacía por
completo. Mi espíritu pierde su valor en el mundo físico. Escucho los gritos.
Cientos de gritos. Mi cuerpo se estrella contra el suelo de la entrada
principal.
Fundido a negro.