Los
gorilas malparidos de Jan no dejan de mirarme. Tienen una especie de fijación
conmigo. Lo noto en sus caras de retrasados mentales. En cada gesto. Están
esperando una señal para lanzarse contra mi yugular.
Procuro mantenerme firme.
Saco un cigarro. Marco media sonrisa.
Enciendo el cigarro.
¿Qué hago aquí? No lo sé, y tampoco me
importa. Esta situación es como cualquier otra.
¿Qué hace un tipo con aspiraciones
perdiendo el tiempo en un trabajo de mierda? ¿Qué hace la gente pegándose
enfermedades de transmisión sexual? No tiene sentido ir más allá de lo que uno
tiene delante.
Jan golpea con fuerza el rostro de Vibi. Los
puñetazos se suceden. Una vez. Dos. Tres. Cuatro. Nada puede hacer el joven
marroquí, atado a una silla de metal oxidado.
Pequeñas gotitas de sangre impactan contra
mi camiseta. Una me entra en el ojo. Escuece.
Jan carcajea de vez en cuando. Disfruta
sintiendo el poder. Le gusta tener el control. Someter. Dictar normas.
—Musulmanes, cristianos, judíos… ¡Me
importan todos una puta mierda! —exclama—. Me debe pasta, Ezequiel, este hijo
de puta me debe pasta. Igual que tú. —Me mira fijamente a los ojos—. La pasta
manda, rige mi puta vida. —Cierra el puño y revienta una ceja de Vibi—. No
puedo dejar que estas cosas pasen. Tengo que marcar mi puto territorio.
Imagino mi cabeza bajo la bota de Manu el
Gigante —uno de los matones.
—¡El jefe te está hablando! —suelta el
conocido y recién imaginado gorila, dando un codazo a su enorme y descerebrado
compañero.
—No, Manu, no. Recula —Jan le habla como si
fuese un perro—. Ezequiel merece un trato distinto.
—Es un mierda —suelta Manu mirando a
Ricardo, su compañero—. No tiene nada que hacer con nosotros.
Manu y Ricardo. Gigante y Troncha-caras.
Pringado y Miérdalo. Tordo-fresco y
Suela-bota. Polla-verrugosa y Culo-peludo.
—Te voy a pagar —digo mientras esquivo mis
pensamientos sarcásticos—. Pronto.
—Ya lo sé —contesta Jan—. No dudo de tu
integridad.
—¿Entonces? ¿Para qué cojones me haces
llamar? Sabes de sobra que me afectan mucho este tipo de quedadas. No me gusta
ver cómo revientas a un tipo indefenso.
—¿Llamas quedada a esto? —inquiere Manu,
haciendo gala de su profunda gilipollez.
No puedo contenerme y contesto de
inmediato:
—Tres amigos que se divierten pegando
palizas, atando niñatos, enterrando cadáveres, ajustando cuentas: ¿cómo lo
llamas tú? ¿Trabajo? ¿Hacer el payaso? ¿Limpiar el mundo de tipos alimentados
por manos negras? ¿Qué harías sin los Vibis del mundo? ¿Limpiar fregaderos de
restaurantes chinos, chupar mierda fresca de inodoros, agarrar pollas de toro
para meterlas en vaginas de vaca?
Manu da un paso al frente y cierra el puño.
Vienen a por mí.
Lo miro. Hago cálculos. Entre los dos
gorilas pesan doscientos treinta kilos. Si analizasen el contenido de sus
estómagos hallarían toda clase de sustancias dopantes. De sus doce litros de
sangre, seis son batido de proteínas. Entre los dos suman media novela leída.
Para ellos el periódico es cuando a sus parejas les viene la regla. Son el
prototipo ideal de idiota. Ovejas anfetamínicas
guiadas por el sinsentido.
Jan saca una pistola y grita:
—¡Ya está, joder! Liberad al Vibi y que se vaya
con su puta madre, ¡venga, cojones! Ya sabe lo que tiene que hacer.
Manu y Ricardo agachan la cabeza y acatan
las órdenes.
Miro la pistola y digo:
—Si vas a usar esa cosa conmigo date prisa,
he quedado.
Vuelvo
a dibujar media sonrisa en mi rostro. Apuro el cigarro.
—¡Odio esa puta mueca! —suelta Jan, entre
dientes.
Hoy puede ser mi último día entre los
vivos, lo asumo. Mi fachada de tipo duro solo esconde miedos y rencor. Estoy
jodido.
—Dame una semana —intento rebajarme.
—Olvida la puta la deuda. Te la cambio por un
trabajo. Solo uno.
Nunca quise verme envuelto en ciertos
asuntos, pero ya es tarde para recular. No fue buena idea pedirle pasta a Jan.
Ahora lo veo.
—Solo uno —repito.
—Solo uno.
—¿De qué se trata?
—Te lo contaré todo esta noche, en el
restaurante —expone.
—Ya
te he dicho que he quedado —intento bromear.
—¡Pues lo anulas, joder! —Me mira—. A las
diez.
—Seré puntual.