Por fin he despertado. Estoy aquí, delante del espejo.
Tengo ojeras, sueño y remordimientos. Después de un tiempo aletargado, me doy
cuenta de lo que me falla, una cosa tan importante que no sirve para nada. Me
falla el trabajo, esa acción rutinaria por la cual suelen pagar un dinero a fin
de mes. Me falta un trabajo estable, eso es. Teniendo uno podría llevar una
vida espectacular y no sentir que la
balsa en la que viajo se mueve.
¿Será
cierto eso?
Estoy
aquí, delante del espejo, y puedo verlo: sentado en mi hombro derecho hay un
demonio verdoso con una cerveza en una mano y una porción de pizza en la otra.
Me dice que en realidad no me falla nada, y que la estabilidad no existe como
tal. ¡Maldita sea!, pienso. Entonces aparece un angelito de color marrón, se sienta en mi hombro izquierdo y eructa,
lleva un café en una mano y un cigarro en la otra. Me dice que soy un fallo del
sistema y que debo resetearme para continuar.
¿A quién
hacer caso?
Me
siento en la taza del váter con los pantalones bajados. No quiero seguir
mirándome en el espejo, no quiero escuchar
al ángel color excrementos y al demonio verde cerveza. Soy lo que soy,
no me define una marca de relojes.