Para
meterlo en el maletero le corta las piernas a la altura de las espinillas. Luis
es demasiado alto y corpulento, y está tieso como una estaca. Clara no tiene
problema en utilizar la motosierra, es más, la maneja con cierta soltura. Para
no mancharlo todo de sangre y restos de carne cubre las paredes y el techo del
garaje con plásticos. No es una profesional del crimen, pero le encanta el
cine. Solo necesita una piara de cerdos hambrientos y tendría el problema solucionado.
Envuelve el cadáver y los restos de piernas
con plástico y cinta de embalar y lo mete todo en el maletero. Ahora tiene que
elegir un buen sitio para enterrarlo y asunto arreglado. Es su plan.
Conduce hasta una zona apartada del pueblo,
un camino poco transitado a esas horas de la noche, y selecciona un buen
emplazamiento, donde la tierra esté blanda y no haya encinas. Ni por asomo
pretende que unos jabalís desentierren el premio gordo.
Los faros del coche enfocan el final de
fiesta. Clara tiene un pico y una pala. No los maneja de un modo correcto, pero
consigue cavar un agujero lo suficientemente profundo y ancho. En menos de una
hora el trabajo está completo y Clara respira tranquila —dentro de lo posible—.
Saca un cigarrillo y, con las manos temblorosas, se lo enciende y fuma con
ansia antes de arrancar el motor.
El camino de vuelta se hace corto. Llega a
casa, lo limpia todo a conciencia, se pega una buena ducha y lanza su cuerpo
contra el colchón. Se queda dormida en cuestión de segundos, y el sueño le dura
tres horas, hasta que suena el despertador, se despereza, vuelve a ducharse,
desayuna y acude a su cita en la oficina.
Entra
por la puerta aparentando buen cuerpo, pero en realidad se siente descompuesta,
agobiada, fuera de lugar. Está en la oficina porque de no estarlo sería
sospechoso.
Enciende su ordenador y, como cada mañana,
acude a la máquina de café, donde las conversaciones banales con sus compañeros
logran atravesar su alma y reventarla. «¡Joder! Acabo de enterrar a Luis. Al
maldito hijo de puta de Luis. No me lo puedo creer», piensa sin atender a sus
compañeros.
—¿Estás bien, Clara? —pregunta Lucía, con
cara de falsa preocupación.
—¡Eh! Sí, sí…
Manuel no se puede callar y dice:
—Claro que sí, ayer se fue con Luis y él
todavía no ha llegado a la oficina. Yo no
digo na, que luego to se sabe…
Clara no puede contener las náuseas y se va
corriendo al baño. Al infierno con el disimulo. Cuando sale, se acopla en su
silla y pasa de todo el mundo durante ocho horas.
Al acabar la jornada, Lucía y Manuel, algo inquietos,
acuden a su cubículo y le dicen a Clara que Luis no contesta los mensajes, pero
que sí los recibe. Es raro. Quieren saber qué ha pasado con él. Necesitan
aclarar el misterio. ¿Hubo sexo o no?
—Si queréis, os invito a cenar y hablamos
de lo ocurrido —expone con misterio.
El
timbre de su adosado suena a las nueve de la tarde. Son sus compañeros, con la
preocupación disipada, risueños ante lo que piensan encontrarse: un nidito de
amor cálido y mullido.
Entran, se quitan los abrigos, besos, risas
fugaces y miradas furtivas. Buscan a Luis por el chalet. Esperan encontrárselo
por ahí sentado, con su chulería de siempre, orgullosos de haberse follado a
Clara, la tía más difícil de la oficina. Soltera de oro. Inteligente.
Independiente. Imposible de atrapar.
Manuel no dice nada hasta que no se sientan
en la mesa.
—¿Y Luis?
—No está aquí.
—¿Y dónde está?
—En el garaje.
Lucía los mira incrédula. Prueba el
pescado, está rico.
Manuel se ríe. Clava el tenedor en su
filete de mero y se lo lleva a la boca. Le parece un manjar.
—¿Y qué hace en el garaje? —pregunta con la
boca llena.
—No hace nada.
Durante la cena Manuel no hace más que
insistir. Todavía piensa que se trata de un juego por parte de su compañero,
muy dado a gastar extrañas bromas.
Finalmente todos se relajan y acaban con la
deliciosa cena que Clara les ha preparado.
—El postre lo tomaremos con Luis, si os
parece.
Lucía sonríe y asiente.
Manuel golpea la mesa y carcajea con
desdén.
—¡Puto Luis! —exclama en plan mono de
feria.
Clara va por delante. Enciende la luz de la
escalera y los conduce lentamente hasta el garaje. Allí se encuentran con una
mesa, cuatro copas y una botella de cava metida en un cubo con hielo. El resto
no se diferencia de cualquier otro garaje.
—Luis quiere que brindemos.
Clara llena las copas y levanta la suya.
—¿Luis no brinda? —Lucía sonríe con timidez
después de lanzar la pregunta.
—Primero nosotros. Es su deseo.
Clara hace que bebe y observa a sus
compañeros.
—No tiene fuerza este cava —espeta Manuel.
Clara pone música y baja la intensidad de
las luces. Pasan los minutos y el baile comienza. Manuel y Lucía se dejan
llevan por las extrañas y deformes frecuencias que son capaces de captar. Se
sienten idos, ausentes. A los pocos minutos se tumban en el suelo, sonrientes,
y pierden el sentido.
Cuando despiertan están atados a dos sillas
de camping. El garaje está forrado de plástico. La cosa no pinta nada bien para
ellos.
—¿Habéis oído hablar del Rohypnol?
—pregunta Clara— Pues Luis sí, y esta botella de cava es la prueba. El muy hijo
de puta la trajo anoche para cenar. Ha despertado a la bestia.