Me siento en la butaca
y observo. El decorado me resulta atrayente, a través de su simpleza me adentro
en un mundo extraño y envolvente. Intento imaginar. Pienso: “Jordi Casanovas etiqueta
la obra como una Dark Comedy”. Sonrío
y me digo: “Comedia oscura, dirigida por Israel Elejalde y con Gonzalo de
Castro y Elisabet Gelabert a los mandos de la interpretación, ¿qué puede
fallar? Nada”. Miro hacia la puerta. La
gente no deja de entrar. Hay expectación, se huele en el ambiente.
El primer aviso no se hace esperar. Nos
dicen que apaguemos nuestros teléfonos móviles y anulemos nuestras alarmas. No
hace falta que nos digan que durante poco más de una hora evitemos hacer
planes, no somos tan idiotas, creo.
Un minuto antes de empezar, dirección de
producción y dirección artística se plantan frente al público, saludan, se
presentan y nos avisan que debido a ciertos problemas técnicos el aire
acondicionado no funciona. La honestidad es brutal, cosa que quiero destacar
porque se está perdiendo a marchas forzadas. Luego se despiden y dejan que Idiota de comienzo.
Las luces se apagan. Mis ojos se centran
en esa sencilla habitación creada por el escenógrafo Eduardo Moreno e iluminada
por Juanjo Llorens. No hace falta demasiado, el Feng shui teatral es un ente con vida propia.
Todo empieza a moverse. Personaje A y
personaje B son el punto más lejano y el más cercano. El sí y el no; el no y el
sí. Son el jarro de agua fría y la ducha caliente. Pronto encasillo a Gonzalo
de Castro en el papel de idiota, parece haber nacido encima de un escenario.
Todo lo que le rodea es suyo. Es un monstruo, al menos, se comporta como tal
—sobre las tablas, no vayáis a pensar otra cosa—. Observo y sonrío sin parar.
Intento fijarme en ella, Elisabet Gelabert. Es increíble. No me había percatado.
Ella ha cedido esa habitación al idiota, casi por completo, a excepción de una
mesa de escritorio y cuatro metros cuadrados. La oscuridad de A no consigue
absorber la luz de B.
El personaje interpretado por Gonzalo ha
sido seleccionado para participar en un experimento, y está allí para ganar
dinero, ese es su fin. Al otro lado del cuadrilátero está ella, Elisabet, la
doctora que va a llevar a cabo el experimento. Con esto os pongo en situación.
Ella pregunta, él contesta con otra pregunta. Ella intenta reconducir la
conversación. A él le da igual todo, está en otra dimensión. Parece ser que ha
firmado un contrato sin leerse las cláusulas —¿A qué me suena esto?—. Hasta
este punto la comedia promete. La situación es muy irónica, festiva, quizás
demasiado de ambos adjetivos. Por momentos me siento como un auténtico idiota.
Sin darme cuenta, poco a poco, las risas se
van convirtiendo en oscuridad. No digo que el color cambie. Es la intención, la
firma del director, del teatro Kamikaze, de toda la amalgama de artistas que conforman
este proyecto.
No hablaré de la trama en sí misma, ni
mencionaré los enigmas o pruebas a las que se ve sometido nuestro idiota. Solo
diré que esta obra ilumina el umbral de la discordia social y gubernamental.
Sin darme cuenta, el tiempo pasa y la
escena cambia casi por completo. Me hace gracia, pero no del mismo modo que al
comienzo. Es entonces cuando con chulería, me digo: “Ya lo sabía”. ¿Qué sé? ¿Qué
soy idiota? ¿Un idiota más? No, sabía que la gran mano de los kamikazes no
tardaría en aparecer y lanzar su mensaje.
La obra representa las trampas de la vida.
Metáfora de los obstáculos que no queremos ver y nos invaden mientras no
hacemos nada. Cogemos el camino fácil sabiendo que realmente es el difícil, ¿o
es al revés? Supongo que todo depende de nuestra personalidad. Puede que te sientas
identificado con A, o igual con B, no lo sé. En mi caso he sido secuestrado por
un mensaje global que tiende a enamorarme.