El cigarrillo humeaba frente a la
inmensidad de la noche. Yo, por el contrario, estaba perdido en el interior de
una borrachera que tocaba a su fin, tumbado en las escaleras exteriores de
aquel hotel de mala muerte. La visión era dantesca: una piscina vacía –utilizada de vertedero– , un patio
descompuesto y una fachada desconchada, a la cual, le fallaban los neones de la
vocales –se leía H T L, en rojo burdel–. La calle en la
que estaba ubicado, formaba parte de una zona de prostitución y venta de drogas,
situada en los barrios bajos de la gran ciudad –un Madrid roto por la crisis
y la deshumanización–. En mi antigua vida jamás hubiese pasado por allí,
sin embargo, en aquéllos días era mi casa. Una jodida, maloliente y mal configurada habitación de hotel
barriobajero era mi agrio hogar caducado; suerte la mía. Tan solo necesitaba un
portátil, tiempo y ciento cincuenta euros al mes, que era el ínfimo precio que tenía que pagar por la putrefacta
habitación. Mendigaba con textos y poemas que me compraban
por la calle y en los mercadillos callejeros, aunque de vez en cuando tenía que
hacer algún trabajillo para Willy. Intentaba publicar de un modo sumergido,
pero, ¿Quién puede comer migajas?; al
margen quedaron mis días de novelista exitoso, y tras la cortina de vacío, quedó
mi empleo de cronista en el periódico de cuyo nombre no quiero acordarme. Mi
vida se transformó hasta cambiar el significado de los términos, lo que antes
era “fama”, dinero y gloria, se había convertido en una simple vida que flotaba
entre la basura y la risa fácil.
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