Pasean las sombras funestas a la caída del sol.
Arde el asfalto.
Me temo que el calor se ha establecido bajo las
alcantarillas. Los vapores reflotan y arrastran palabras de rata que cortan
como navajas de fígaro. Todo es mentira, una metáfora convertida en sanguijuela.
Las tapas de metal pesado levitan, parecen cenizas
esquivas llevadas por el aire.
La noche aguarda, las costumbres pesadas
avanzan. Los bebes dopados corren campo
a través perseguidos por sus infieles madres narcotizadas. Todo va bien, la
historia transcurre de forma normal.
Debo parar en algún bar oscuro, en algún antro con
asientos para víctimas desalmadas y aburridas.
Recuerdo el lugar, está detrás del amasijo de
hierros oxidados que en su día fue una torre publicitaria. Pediré una cerveza
fría y dejaré pasar otro número.
De todos los atardeceres me quedo con el
intracraneal.
La tasca es una caverna llena de barbudos con cara
de poco amigos. No quiero líos, solo una cerveza fría. Al fondo hay un pequeño
hueco oscuro, mi sitio.
El atardecer intracraneal fluctúa entre la espuma
y agoniza en la cerrazón de una jarra vacía. Se rompe el espejo que observa mi
locura, explotan las botellas de marca blanca.
El atardecer muere. Comienza una nueva era.
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