Vuelvo a ver las imágenes, a escuchar las voces, a sentir
los silencios. Puedo oler el fuego, saboreo su amargor. El descoloque es
severo.
Los demonios siguen estando en su sitio, expectantes,
inquietos ante la pasividad de mis impulsos. La cortina arde, se desintegra,
desaparece.
El cristal desnudo de la mampara se tapa los pezones con
rayos errantes de sol. Es irónico verle en ese estado.
La calle me insulta, lo cual, significa que puede verme.
El telón opaco se ha convertido en humo negro, en llamas
anaranjadas. La chispa del desconcierto marca la primera nota, y los primeros
visitantes están esperando a que llegue la noche.
Los viejos fantasmas por fin asoman sus cabezas cuadradas. Pero
por suerte, están del otro lado y solo pueden distinguirme, nada más.
El hogar está caliente, se quiere unir a la debacle, lo
desea, lo anhela, lo intenta.
Los demonios quieren ver cómo ardo en la hoguera de mis
propias mentiras, aun así, tan solo disfrutan de mi falta de arrojo.
Lo que nadie sabe es que me apasiona el fuego, y no me
importa ser observado. Lo significativo es evitar el contacto directo, y no
solo hablo de las llamas, también me refiero a la sociedad.
Ya no hay cortinas ni estores. Todo se ha convertido en
ladrillo macizo. El aislamiento es ignifugo, y las miradas baldías. Lo que
muere en el fuego, renace de las cenizas.
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