Ves un campo de minas, lo tienes delante. Eres testigo
de la debacle, y te paralizas. Tu cuerpo se convierte en roca, en hielo virgen.
Todos los que intentan atravesar ese maldito campo fenecen, pisan las minas y
sus cuerpos se desintegran de forma anárquica. Tragas saliva. Tu garganta está
seca. Durante unos minutos te paras a pensar, el tiempo no corre a tu favor. Lo
sabes. Debes avanzar. Tienes que atravesar ese endemoniado campillo. Pero no eres capaz. Si lo haces puedes desaparecer del mapa para siempre, y eso no es buen
negocio. Pisar una mina sería la mayor de las perdiciones: la muerte instantánea.
Mejor morir de hambre, te dices. Entonces aparece un tipo borracho. Va haciendo
eses. Se tambalea y murmura. Es una locura. El tipo bebe vino de un cartón, te
sonríe y atraviesa el campo de minas como si tal cosa. Al cruzarlo te mira de
nuevo, levanta el cartón de vino y te dedica un trago.
Cuando no existe el miedo a la perdida todo se ve de otra manera.
Cuando no existe el miedo a la perdida todo se ve de otra manera.
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