Las aspiraciones vitales se difuminaban de
una forma humillante. La esperanza era humo, y la sociedad viento tempestuoso.
Solo me quedaba la vulgar tarea de pasear cada mañana sin rumbo fijo. Me
levantaba temprano, a las siete, desayunaba algo ligero y bajaba a la calle.
Pasaba por el parque, allí me encendía un cigarro. Me relajaba echar el humo y
ver como se mezclaba con el aliento del invierno; parecían bocanadas de almas
blanquecinas. Quería ser humo gris. Atravesaba los callejones de las casas
viejas y me adentraba en la calle Real. Me gustaba llegar al boulevard y
fumarme otro cigarro sentado en uno de esos bancos de piedra tan incómodos y
fríos. Los viandantes caminaban a toda velocidad, luciendo caras de zombi y
ansiando unas vidas correspondidas. “¡Maldita rutina de mierda!”, pensaba.
Cuando abrían el horno, a las ocho, me compraba una empanada y una lata de
cerveza. Bajaba por la calle de la comisaría hasta llegar al parque de la
Dehesa. Al llegar, sacaba la empanada del envoltorio y la devoraba mientras
visualizaba la cerveza.
Odiaba trabajar, me asqueaba es sistema.
Los trabajos no me duraban ni un asalto. Tenía mis propias marcas: Un día, dos;
tres semanas; un mes. A veces la cagaba en la entrevista previa. Mis relaciones
laborales eran un auténtico y jodido desastre, odiaba a la gente vulgar, me
horrorizaba la ordinariez atrapante. Eran mis ideales, y se veían de lejos, a
kilómetros. Me indigestaba pensar en una vida normal, pero no quedaban vacantes
en la zona de las iniciativas claras y palpables. Pasaba los días soñando con
la solución. Cada día era una cosa distinta, aunque las fantasías artísticas
predominaban. Me apasionaba hacer música y escribir letras, poemas y
pensamientos; quería dedicarme a plasmar mis opiniones. Me veía como un artista
incomprendido, como una mierda. Llenaba cuadernos con ideas y dibujos extraños;
era una pasión, un no parar. Era un chico deprimido que cargaba con un cuaderno
y un boli, nada más, un depósito de ideas provisto de un grifo. La oscuridad y
yo éramos uno. Un chico bohemio, eso era. No solía tener mucho dinero.
Sobrevivía como podía. Tiraba de ahorrillos, cobraba prestaciones o trapicheaba
con drogas a baja escala, sin cantearme. En ocasiones tuve las tres cosas, pero
también estuve sin nada, a cero.
Abandonaba el parque después de haberlo
atravesado por completo. En el trayecto me fumaba otro par de cigarros. Al
llegar al lago, cogía el camino de los montículos y entraba de nuevo a la
ciudad. Solía hacerlo a la altura del pabellón Miguel Delibes. A las once me
daba una vuelta por el único centro comercial que atesoraba la ciudad. A esa
hora ya me había fumado ocho o diez
cigarros y algo de hachís. Tenía que prepararme, entrar al centro comercial era
la prueba de fuego. Veía a las cajeras, a los reponedores, a los engreídos
encargados de postín, a las marujas repelentes, a los guardias de seguridad con complejo de dios, a las
dependientas que se creían modelos, a los niños que no iban al colegio, a los
gitanos y toda la fauna inclasificable que recorría los pasajes del enorme
comercio.
Eran las mañanas furtivas de la debacle y
los paseos interminables. El viaje de la anarquía. Pero todo tenía una especie
de final. A las dos volvía al parque. Siempre había colegas a esa hora, y
ocupaban el mismo banco. Casi todos fumaban hachís, y muy pocos eran constantes
en sus vidas. La mayoría estaban en el paro. Era mi gente, mi auténtica gente.
Allí pasé los días más alegres de mi vida. Compartí mi alma con toda esa gente
perdida.
Estábamos perdidos, pero éramos felices
compartiendo nuestra basura diaria.
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