Era agosto. Hacía calor. El maizal estaba alto y seco.
El sol azotaba la zona, la bañaba con sus demoledores rayos. Sobre la caseta de
los aparejos había un enorme cuervo, de apariencia risueña y tenebrosa. Se le
veía bien ahí posado, con sus afiladas uñas clavadas en el anaranjado y ruinoso tejado. Impasible ante la adversidad del ser humano, ajeno a las normas,
anarquista, altivo y lúgubre. Llevaba un mes en esa casa de hospedaje, y al
único ser que creía empezar a conocer era a ese fatal cuervo errante y
solitario.
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