Es una nave industrial.
El suelo, de cemento liso, está completamente lleno de charcos. Se mezcla
humedad y calor; es asfixiante. La luz entra por unos ventanales que hay cerca
del techo e ilumina levemente la enorme estancia. Es de día y no se escucha
ningún ruido urbano. Hay bancos de trabajo, máquinas destrozadas y taquillas
volcadas. El lugar se encuentra abandonado. Por lo que respecta a mi persona,
no estoy nada bien, la verdad. Siento dolor, un intenso dolor. El hijo de puta
de la barba de dos días no deja de dar vueltas a mi alrededor. Pisa los charcos
de forma estruendosa. Me observa. Deja pasar el tiempo y me golpea a mala fe.
Hago recuento de dientes, le miró, reúno algo de saliva y se la echo a la cara.
Me da tanto asco escupir que siento pena por el agresor.
Estoy embridado a una silla de metal oxidado. Ese tipo lleva más de una hora pegándome. Ha usado un tubo de hierro, un bate de madera y los puños. Ahora se está pelando los nudillos contra mi cara. Podría decir que le odio, pero no es así. Para mí solo existen los golpes, los motivos y las ganas de que pare.
¿Existen razones para que me peguen una paliza? Muchas. Lo demás es evidente, pues tengo la cara destrozada, las costillas doloridas, los hombros curtidos y el alma maltrecha. Quizá sea el tema del alma lo que más me preocupa.
Soy escritor y transito un periodo de crisis existencial interminable. Estoy harto de mis personajes. Últimamente son blandos, planos, melancólicos y desgraciados. No termino nada de lo que empiezo. Ya lo sé, soy un cínico en potencia. La culpa es mía por pensar que la gente es capaz de meterse en la mente de los demás, y no lo voy a explicar otra vez. Es difícil comprender ciertas cosas, y una de ellas es que no siempre es el autor el dominador de su obra, sino todo lo contrario. Incontrolables, así las calificaría. Piensas en algo, intentas moldear ese algo y acaba saliendo otra cosa. Muchas veces los personajes se odian a sí mismos e intentan inmolarse dentro mi cabeza.
No voy a insistir más. La sociedad es una balsa de libros en blanco. Un estercolero de personas en busca de identidad.
El tiparraco es bastante grande. Por estereotipo diría que se trata de un matón sin cerebro. Me está mirando fijamente, con esa cara carente de muecas amables. Sobre un barril de metal hay un barreño con agua y hielo. Tiene las manos metidas en remojo. Supongo que le duelen sus curtidos apéndices de tanto usarlos contra mi cara.
¿Le pregunto? No, que le jodan.
Seca sus manos con un trapo grasiento. Saca un par de cigarros, los enciende y me pone uno en la boca. Para ser un hijo de puta sádico tiene más detalles que muchos de mis amigos. Aunque es incómodo, consigo fumarme el cigarro hasta el final. La parte que viene ahora, deduzco que no me va a gustar. Volverán los golpes, no me cabe la menor duda.
Tiene que haber una solución. Pero no tengo ganas de gastar saliva con un perro de presa, es inútil.
El tipo está dispuesto a joderme. Parece tener el espectáculo perfectamente estudiado. Se mueve. Enchufa una manguera a un grifo. La abre. Sonríe a mala fe. Y me baña. El chorro duele más que los golpes, y me empuja con rabia hasta que caigo al suelo. Arrastro diez o doce metros y choco con una mesa metálica. El chorro se frena, el tipo se acerca, me levanta y vuelve a dejarme en el mismo sitio. En mitad de la desolada fábrica abandonada.
Me jode estar aquí porque no puedo escribir teniendo las manos atadas. Debería explicárselo al matón, igual lo comprende y cambia de estrategia.
Se está poniendo unos guantes de cuero. Primero me da un puñetazo. Luego otro, y otro, y otro. No puedo evitar reírme. Vivir de la literatura sí que es un sufrimiento real; la paliza es una putada, un mal paso, una triste y dolorosa anécdota. El tipo tuerce el morro. Al mismo tiempo suena un teléfono, lo lleva en el bolsillo, es un iPhone. Desde el otro lado una voz le dice que me deje de pegar. No soy capaz de distinguir de quién se trata, pero lo oigo perfectamente. Igual soy un idiota, un tipo que traspasó la línea una vez y le cogió el gusto a la divergencia. Lo digo porque estoy carcajeando.
Estoy embridado a una silla de metal oxidado. Ese tipo lleva más de una hora pegándome. Ha usado un tubo de hierro, un bate de madera y los puños. Ahora se está pelando los nudillos contra mi cara. Podría decir que le odio, pero no es así. Para mí solo existen los golpes, los motivos y las ganas de que pare.
¿Existen razones para que me peguen una paliza? Muchas. Lo demás es evidente, pues tengo la cara destrozada, las costillas doloridas, los hombros curtidos y el alma maltrecha. Quizá sea el tema del alma lo que más me preocupa.
Soy escritor y transito un periodo de crisis existencial interminable. Estoy harto de mis personajes. Últimamente son blandos, planos, melancólicos y desgraciados. No termino nada de lo que empiezo. Ya lo sé, soy un cínico en potencia. La culpa es mía por pensar que la gente es capaz de meterse en la mente de los demás, y no lo voy a explicar otra vez. Es difícil comprender ciertas cosas, y una de ellas es que no siempre es el autor el dominador de su obra, sino todo lo contrario. Incontrolables, así las calificaría. Piensas en algo, intentas moldear ese algo y acaba saliendo otra cosa. Muchas veces los personajes se odian a sí mismos e intentan inmolarse dentro mi cabeza.
No voy a insistir más. La sociedad es una balsa de libros en blanco. Un estercolero de personas en busca de identidad.
El tiparraco es bastante grande. Por estereotipo diría que se trata de un matón sin cerebro. Me está mirando fijamente, con esa cara carente de muecas amables. Sobre un barril de metal hay un barreño con agua y hielo. Tiene las manos metidas en remojo. Supongo que le duelen sus curtidos apéndices de tanto usarlos contra mi cara.
¿Le pregunto? No, que le jodan.
Seca sus manos con un trapo grasiento. Saca un par de cigarros, los enciende y me pone uno en la boca. Para ser un hijo de puta sádico tiene más detalles que muchos de mis amigos. Aunque es incómodo, consigo fumarme el cigarro hasta el final. La parte que viene ahora, deduzco que no me va a gustar. Volverán los golpes, no me cabe la menor duda.
Tiene que haber una solución. Pero no tengo ganas de gastar saliva con un perro de presa, es inútil.
El tipo está dispuesto a joderme. Parece tener el espectáculo perfectamente estudiado. Se mueve. Enchufa una manguera a un grifo. La abre. Sonríe a mala fe. Y me baña. El chorro duele más que los golpes, y me empuja con rabia hasta que caigo al suelo. Arrastro diez o doce metros y choco con una mesa metálica. El chorro se frena, el tipo se acerca, me levanta y vuelve a dejarme en el mismo sitio. En mitad de la desolada fábrica abandonada.
Me jode estar aquí porque no puedo escribir teniendo las manos atadas. Debería explicárselo al matón, igual lo comprende y cambia de estrategia.
Se está poniendo unos guantes de cuero. Primero me da un puñetazo. Luego otro, y otro, y otro. No puedo evitar reírme. Vivir de la literatura sí que es un sufrimiento real; la paliza es una putada, un mal paso, una triste y dolorosa anécdota. El tipo tuerce el morro. Al mismo tiempo suena un teléfono, lo lleva en el bolsillo, es un iPhone. Desde el otro lado una voz le dice que me deje de pegar. No soy capaz de distinguir de quién se trata, pero lo oigo perfectamente. Igual soy un idiota, un tipo que traspasó la línea una vez y le cogió el gusto a la divergencia. Lo digo porque estoy carcajeando.
Está amaneciendo. Voy caminando por el pueblo donde vivo. La gente me mira al pasar. Observo mi rostro en la ventanilla de un coche. Estoy destrozado. Llevo la ropa hecha añicos. Mi cara es un poema. Sangro. Me faltan varios dientes y no llevo nada de dinero encima. ¿Se puede pedir más? Claro que no.
Ver la vida de otra forma no es sano. Donde unos ven horizontes, otros ven muros de granito. Ser un artista es una condena. Me arrastro. Mendigo fieles seguidores de lenguas viperinas. La ruina me persigue. No tengo amigos. Me acaban de dar una paliza y no sé por qué. Pero da igual, mi obra me salva de cualquier quema emocional. Mis novelas, mis poemas, mis irreverencias. Ahí dentro soy memoria viva, venzo a los monstruos y me quedo con la chica. No quiero pasar a la historia, estoy bien aquí, en la nada.
El oriental del ultramarino me invita a dos cervezas de medio litro. Ser tolerante es bueno. Jamás critiqué a los chinos y ellos son agradecidos. Me bebo las cervezas de camino a la casa de apuestas. Esto ya es una realidad en España. Ya pueden existir los Henrys Chinasquis castizos. Me planto en la puerta. Tiro las latas a una papelera y le pido tabaco a un chaval marroquí que no duda en echarme una mano y ofrecerme un cigarro. Me da fuego, incluso. El chico me suelta la típica gracieta. Ni siquiera le entiendo. Me río por cortesía. Escupo sangre y me pongo a un lado. Fumo. Aspiro muerte homologada. Sonrío. Tengo ganas de que llegue la noche para escribir. Pero antes pediré un crédito en la casa de apuestas y probaré suerte.
A mi lado, sentados en la mesa de una terraza, hay tres chicos y dos chicas, con pinta de idiotas, muy pijos. Llevan iPad, iPhone, Macbook y tabletas Samsung. Ya no se valoran los conocimientos, sino la máquina que llevas. De buena gana les prendería fuego. Me imagino portando una antorcha y una lata de gasolina.
Estoy entrando. Un gusanillo recorre mi estómago. La casa de apuestas me espera. Pienso en la suerte y sus diferentes cauces. Vivo de la escritura. Malvivo. Mendigo un lugar en el mundo. Ofrezco ideas destructivas, sexo, diversión infernal y apocalipsis. Soy un escritor maldito.
Al entrar le veo. Es el tipo de la paliza, el de la barba, el sádico. Joder, ya sé a quién le debo dinero. Soy un maldito inepto.
Una gran metáfora sobre la vida misma.
ResponderEliminarImagino que te gusta el relato.
EliminarEn efecto, como casi todo lo que escribo, es una metáfora de la vida.
Un abrazaco, brotherman...
Me leo una novela entera así y la disfruto como una perra.
ResponderEliminarMuy, muy bueno...