Me estaba tomando una copa de bourbon con
hielo en vaso ancho. Recuerdo bien aquel antro poco iluminado. Sonaba buena
música, olía bien. Frente a mi mesa había cuatro tipos jugando una partida de
póker. Contando al camarero éramos seis personas, cinco hombres y una mujer.
Ella ocupaba una banqueta en el rincón de la barra. Comía pepinillos gigantes y
bebía Martini con limón. Ellos tomaban todos lo mismo, whisky solo sin hielo.
Era una situación frívola, ¿qué hacía yo en aquel lugar perdido? Nada, no hacía
nada. Pero la vida debía continuar, y mi sino era perderme, desaparecer. Beber
en soledad escondido en rincones de mala muerte era algo más que una afición. Y
allí estaba, en un lugar desconocido rodeado de personas extrañas. Bebiendo sin
especular.
Algo por dentro me obligaba a mirar a la
dama de la barra. Llevaba un espectacular vestido rojo. El escote era una
delicia, una tortura visual, un querer y no poder. Se trataba de un auténtico bombón,
y no parecía joven. Su rostro era frío; lucía una mirada penetrante y vacía.
Ella no dejaba de mirar a los tipos, y ellos gritaban como si ella no existiese,
se enojaban los unos con los otros mientras daban manotazos a la mesa. Al
camarero no parecía importarle el alboroto, es más, a eso de las doce echó el
cierre a la mitad y se puso a barrer el interior de la barra. Ella pidió otro
Martini, y cuando se acabó mi copa, llamó la atención del camarero y me invitó
amigablemente a otra ronda. No pensé en sexo, me tomé aquello de otra manera.
Al recibir la copa ella me guiñó un ojo y lanzó un sensual beso dirigido a mi
persona. Sonreí sin querer, igual que un niño inocente en una película muda.
Ellos seguían ausentes, en otro plano.
Pasaron los minutos. El camarero limpió
todas las mesas libres y colocó las sillas encima. Barrió el antro y volvió
tras la barra. Solo atendía la mesa de los jugadores, nada más. La cantidad de
dinero que había sobre la mesa de los tipos era descomunal, pero mi atención
seguía clavada en la figura de la dama del vestido rojo. Ella llevaba unos
guantes de tela negra muy elegantes, y un pequeño bolso de cuero negro. Sus
zapatos también eran negros, al igual que las medias y el pelo. Poco a poco se
despojó de uno de los guantes, el de la mano derecha. Observé que le faltaban
dos dedos, el meñique y el anular. Introdujo su mano izquierda en el bolso y
sacó un pañuelo de seda roja. Me miró fugazmente y se cambió el pañuelo de
mano. Lo agarró sutilmente con la punta de sus tres solitarios dedos. Se puso
en pie y me susurró algo imposible de escuchar desde la distancia. Volvió a
meter la mano izquierda en el bolso y sacó un gigantesco revolver. Se giró
hacia la barra y, sin dilación o temblor, le voló la cabeza al camarero. El
ruido fue ensordecedor. Los tipos frenaron los gritos e intentaron reaccionar,
pero fue inútil. Los dos primeros cayeron sin darse cuenta de nada. Estaban de
espaldas. Al primero le atravesó el cuello, el balazo le entró por la nuca y
abandonó su cuerpo por la tráquea. El segundo murió con el corazón traspasado,
el disparo entró por la espalda y salió por el pecho. Se desplomaron
prácticamente a la vez, fue algo rápido, vil, frío, calculado y sangriento. El
tercero intentó huir. El proyectil impactó en su sien. Murió en el acto. El
miedo se apoderó de mí completamente, fui su presa fácil. Me quedé inmóvil
mirando la escena, embobado. Ella caminó lentamente hacia el último tipo. Lanzó
el pañuelo sobre la mesa y realizó dos disparos certeros y resueltos. Uno en
cada ojo de la víctima. Acto seguido, puso el arma sobre el pañuelo, volvió a
la barra, se bebió la copa de un trago y desapareció para siempre. La quietud
de la última víctima se mantuvo en el ambiente. Respiré profundamente y bebí.
Terminé la copa. Pensé en ella. En lo que acababa de ver. No pestañeé. No
busqué un final feliz. Levanté el culo de la silla y me largué de allí con el
vaso en la mano. Eso es todo lo que puedo decir de aquella noche. No llamé a la
policía. Me fui a casa y dormí hasta el día siguiente.
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