Nos miramos. Hubo sonrisas de
complicidad. Ella estaba sentada en la mesa más alejada, cerca del acantilado,
ya había terminado de cenar y tomaba un café. Las vistas eran deliciosas, no
había cabida para mis delirios oscuros, o para los enfados pasajeros. Solamente
existía belleza, nada más, mi mente se hallaba en la cumbre del bienestar. Ella
llamó al camarero, ambos me miraron, y sonreí, cómo no, la cosa no era para
menos. No tenía ni idea de lo que trataban, pero me daba igual, la felicidad me
embriagaba. Al rato descubrí que ella me quería invitar a una cerveza, no más,
y acertó en cuanto a la marca. El camarero se acercó y me la sirvió sin decir
nada. Por impulso me levanté y fui hasta la mesa de la bella mujer. Al verla de
cerca no pude evitar la carcajada, era espectacular, preciosa de pies a cabeza.
Me senté sin preguntar nada y la besé. Ella se dejó seducir por mis labios y me
acarició la nuca. A los cinco minutos paseábamos por la playa cogidos de la
mano. Y es que llevábamos casados ocho años, nos queríamos demasiado, a rabiar.
Aquella tarde discutimos por una tontería y cada uno bajó a cenar por su
cuenta. Éramos nuevos en el hotel, nadie nos conocía, y aquello nos atrajo
individualmente. El coqueteo empezó con suavidad, como un engañó escrito en
pasado, y una cosa llevó a otra. Ella era la mejor persona del mundo, mi único
amor, la mujer de mi vida. Y aquel día me enamoré de ella otra vez, y partí de
cero, olvidé los problemas externos y me centré en el amor.
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