De las bocas de incendios,
ubicadas en la calle, salían grandes chorros de agua. Los niños jugaban, se
mojaban para combatir el calor. El griterío era exagerado, pero a mí no me
importaba, me resultaba gratificante disfrutar del caos infantil. Fumaba en la
azotea, impasible, mientras observaba el alboroto veraniego. Era un momento
especial, imborrable, repetido; un ritual rutinario que me hacía meditar e
introducirme en mi mente. Bajo mis pies, a la sombra, descansaba una lata de
cerveza bien fría. De fondo sonaba la música, mi música, no esa bazofia
inaudible que ponían en casi todos los antros de la capital. Fumaba y miraba la
calle, así de sencillo. Daba un sorbo de vez en cuando, y cuando se terminaba
la cerveza, bajaba a por más y cambiaba la música. Me tenía enganchado el tema
de observar desde las alturas, era la mayor inspiración posible, una maravilla.
Pasaba horas así, embobado, expectante, con una sonrisa de oreja a oreja. Por
las noches el panorama cambiaba por completo. Las bocas de incendio se
cerraban, la gente sacaba mesas, sillas, barajas de cartas, tableros de
ajedrez, cubos con agua y hielo repletos de bebidas para todos los gustos,
aperitivos, velas y todo lo imaginable. Las conversaciones se sucedían, y el
volumen de las voces iba subiendo, a cada rato un poco más. Algunos jugaban y
bebían en silencio, pero eran los menos numerosos y los más interesantes. Los
niños se iban a la cama, y los padres, junto con otros adultos y adolescentes
desbocados, tomaban la calle. En la puerta del portal de las viudas, diez o
doce viejas farfullaban, bebían cazalla y reían a escondidas; todas las noches
igual, en corro, sentadas en sus sillas de madera consumida. Otras zonas
estaban ocupadas por rumanos, otras por jamaicanos y así hasta recorrer el
mundo. Era multirracial aquel barrio desubicado, y muy divertido y peligroso,
según se mirase podía ser una cosa u otra. De madrugada sacaba mi cuaderno y escribía
durante horas, entraba en trance y dejaba de existir. Después bajaba a la calle
y me tomaba algo con los rumanos, gente auténtica y experimentada. Las mañanas
las pasaba durmiendo, solía despertar a media tarde, preparaba algo de comer,
veía algo en la tele, pasaba a limpio mis escritos y subía de nuevo a la
azotea.
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