Cierro los ojos y caigo
presa del sueño más profundo. El dolor corporal es severo. Mi mente se halla
sumergida en un abismo oscuro, tétrico y salvaje. Los golpes, moretones y
heridas se extienden hasta el infinito, más allá de mi carne, hasta llegar a
esa zona inexistente, a ese rincón único en cada ser.
Muerte cerebral, desidia forzosa, debacle humanitaria.
Muerte cerebral, desidia forzosa, debacle humanitaria.
Arrojo mi cuerpo contra los asientos de los
autobuses, sobre los fríos suelos de los trenes nocturnos, y dormito, susurro
delirios. Es triste. Entro al gusano urbano que corroe la gran urbe y muero por
dentro al ver las caras de los pilares humanos de la sociedad, sentados a mi
alrededor mientras aparentan ser felices. Apoyo la cabeza en las ventanas
grasientas de todos esos medios transportes públicos y fenezco, caigo presa del
cansancio y el hastío y sueño despierto. Al hacerlo siento que me transformo
poco a poco en un papel usado anteriormente para limpiar sangre seca (ironía metafórica),
siento que soy una cáscara de plátano usado para desayunar, siento que no soy,
sí. Parezco un muerto, un zombi que sobrevive gracias a la nada. Pero no es
así, las apariencias engañan. Una extraña fuerza mantiene vivo mi espíritu.
¿Serán mis inclinaciones intelectuales las que producen esa fuerza? ¿Será mi
imaginación? ¿Será la pasión? ¿Serán las ganas de llegar a mi cueva del averno
y respirar paz? ¿Será el odio, el profundo asco que me produce esta endeble y
malformada sociedad? ¿Será ella? ¿Serás tú? No lo sé. Esa fuerza carece de
color. Es una especie de nada, un vacío; se trata de un agujero negro interior.
Algunas lenguas bífidas lo llaman autenticidad.
Muerte cerebral es electricidad infernal,
es mi alma al desnudo, una mirada al fondo del precipicio. Es tu patético
reflejo convertido en palabras con olor a rancio.
Quiero vivir, y haciéndolo descubro la cara
del bufón, ése del que hablé en el pasado. Vivo y muero en la misma jugada.
Sonrío y golpeo sin pestañear, en un mismo gesto. Dicen que tengo buen humor,
me catalogan como producto de entretenimiento sin percatarse del veneno que
emana de mí. Y mientras tanto, el despertador suena a las cinco menos diez de
la madrugada y me recuerda que el otro púgil sigue estando a menos de dos metros
de distancia, con su puño armado y dispuesto a reventarme la cara. La realidad
es puñetera, una vacuna contra la alegría.
Muerte cerebral, avisos que pueden matar o
elevar al sujeto a lo más alto de la pirámide mental. ¿Quién dijo que dejar a
un lado la vida fuera malo? Nadie abrió el pico al respecto. Los pájaros
duermen.
Mi verdadero habitante es la respuesta, ese
tipo que sobrevivió a los traumas infantiles y se hizo duro y frío como el
hielo (una sombra de contradicciones). No soy lo que leo y pienso, soy mis
actos y el trabajo dispuesto. No soy ni un demonio furioso ni un ángel pávido, soy
la nota discordante, la sonrisa irónica que se clava en la realidad y escupe a
la cara del que se oculta tras la careta temblorosa y vacía de lo establecido.
Soy un insulto errante, el rumor falso que derrumba el castillo de naipes. Soy
lo que nunca quise ser, y no me hace falta un reloj…
Muerte cerebral es un turno esclavo, una
forma de plantarse en mitad del camino y gritar.
Nunca es tarde para los que viven al
límite.
Es una descripción del hombre del siglo XXI (del hombre inteligente).
ResponderEliminarMuy grande, Daniel. Algún te leerán en todo el globo, y más gente te dejará comentarios.
Te deseo suerte.
Me he sentido muy identificada. Es bastante nihilista, como yo. Un saludo.
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