sábado, 7 de junio de 2014

Cortina en llamas





Vuelvo a ver las imágenes, a escuchar las voces, a sentir los silencios. Puedo oler el fuego, saboreo su amargor. El descoloque es severo.

Los demonios siguen estando en su sitio, expectantes, inquietos ante la pasividad de mis impulsos. La cortina arde, se desintegra, desaparece.

El cristal desnudo de la mampara se tapa los pezones con rayos errantes de sol. Es irónico verle en ese estado.

La calle me insulta, lo cual, significa que puede verme.

El telón opaco se ha convertido en humo negro, en llamas anaranjadas. La chispa del desconcierto marca la primera nota, y los primeros visitantes están esperando a que llegue la noche.

Los viejos fantasmas por fin asoman sus cabezas cuadradas. Pero por suerte, están del otro lado y solo pueden distinguirme, nada más.

El hogar está caliente, se quiere unir a la debacle, lo desea, lo anhela, lo intenta.

Los demonios quieren ver cómo ardo en la hoguera de mis propias mentiras, aun así, tan solo disfrutan de mi falta de arrojo.

Lo que nadie sabe es que me apasiona el fuego, y no me importa ser observado. Lo significativo es evitar el contacto directo, y no solo hablo de las llamas, también me refiero a la sociedad.

Ya no hay cortinas ni estores. Todo se ha convertido en ladrillo macizo. El aislamiento es ignifugo, y las miradas baldías. Lo que muere en el fuego, renace de las cenizas. 



  

jueves, 5 de junio de 2014

XXX: desde el lodo





Los baches me hacían rebotar, el vehículo enloquecía. Recordé entonces las resacas de domingo y cuando escribía ebrio y colocado. “El movimiento me revuelve las tripas”, pensé. No me sentía bien, pero las palabras se ordenaban de nuevo en torno al caos, y no podía pedir mucho más. Algunos decían que hablaba demasiado sobre el caos –¡Qué les jodan a todos!–. El paisaje se movía igual que un decorado de cine clásico. Me sentía como en un largometraje antiguo, con un cuaderno sobre las piernas y un bolígrafo de escritura rápida en la mano. Allí, en plan retro, sin parar de plasmar ideas absurdas y pensamientos poéticos y fugaces. El blanco y negro dominaba la imagen. Llovía a mares, el entorno se mojaba. Fábricas abandonadas, viveros encharcados y desiertos, edificios inacabados, praderas repletas de escombros y arcenes grasientos. Todo era pasto de la tormenta. Desde mi asiento se podían vislumbrar las cuatro torres de la capital. Las nauseas eran severas, tenía hambre y recuerdos alcohólicos: aquellas noches en blanco junto a la botella, sin parar de escribir sandeces sin sentido aparente y a la luz de una vela. 
    Trabajaba para pagar facturas no para cubrir deseos, el único objetivo era escribir, la música, el arte, vivir en libertad y, por encima de todo, ella, la ardilla de fuego, la mujer que cambió mi rumbo. Estaba obsesionado con temas que lastraban mis ideas hasta hundirlas en una bañera de lodo, incoherencias absurdas relacionadas con lo más podrido del sistema. “Plasmar y olvidar el resto; poco a poco, sin prisa”, me decía a menudo. Las ventas, las ofertas, la recaudación y todos esos temas tenían que depender de otros, a mí me valía con avivar la hoguera. “¡Sí! Quemaré la Moncloa y mi nombre se hará famoso, entonces mis libros se venderán como churros”. Había cosas, detalles que se escapaban de la comprensión normal: ¿Por qué había escombros en un paraje tan hermoso? No era lógico. “El mundo está loco, convive con el exceso y el defecto”.
    Cuando bebía las visiones eran distintas, el trance me llevaba a lugares que daban vueltas, giros. Pero en aquel autobús, desde la sobriedad, podía observar el mundo desde un lugar más alto y fijo. El trance era suave y mucho más profundo. Pantalla múltiple, las ideas se dividían y etiquetaban de forma automática, por eso mi arte empezó a flotar en el lodo. Aunque echaba de menos mi antigua vida, los excesos, la noche, el olvido total, la oscuridad, el hastío de la batalla y a aquel curioso tipo que me hablaba bajo la luz del farol.
    El gusano verde frenó, había llegado al final del trayecto, el intercambiador de Moncloa. Y justo instantes antes de parar, el cuaderno de ochenta y dos hojas en blanco quedó rebosante de relatos, de emociones y de vivencias; ni una página sana, ni un rincón sin manchar de tinta. Me puse el chubasquero, la capucha de la sudadera y posé los pies encima del ancho escalón de las escaleras mecánicas. En el exterior llovía a rabiar.
    Caminaba bajo la incesante e inoportuna nube gris y pensaba, algo que puede sonar repetitivo: siempre pensando y encendiendo pitillos. Saqué el mechero y eché humo. Me sentía escritor, poeta, pensador, roquero y mala bestia dormida. Nadie iba a puntuar mi vocación; no dejaría de hacer nada que no quisiese. “Igual muero sin que mis obras sean reconocidas, es posible, aunque no lo creo”, dije en voz alta.



***


"Días libres, paz interior, volver a conectar con esa parte del cerebro, olvidar sin necesidad de acudir a las drogas", repetía en voz baja. Estaba aislado, apartado de la vida normal, otra vez en soledad, escuchando música y viajando a través de las notas del Rock and Roll. Con el culo encajado a una silla bastante anormal y utilizando el ordenador de reserva.
    La mala suerte, esa acepción tan mal entendida. Y es que no podía ser bien entendida, pues esas pequeñas anécdotas negativas siempre me llevaban a cuevas oscuras y húmedas en las que me sentía de puta madre  –sí, voy a dejar un lado los buenos modos y las palabras bellas–. “Es difícil de entender, no lo plasmes, olvídalo”. Todas esas ideas absurdas, como la que nos atañe, la mala suerte, eran producto de mi forma de vida, que era un ensayo, un mero tanteo. “¡Tiempo muerto!”, grité interiormente.
    Utilizaba un minúsculo ordenador de color granate, y todo por culpa de una avería que acabó con la buena máquina, esa que vio nacer casi todas mis obras. Aunque por suerte solo perdí el aparato, los trabajos estaban guardados en discos externos y a buen recaudo. No todo fue mala suerte, administraba bien los futuros abstractos. “Ahorro casualidades y malgasto desventuras”.  
    Los días libres compartidos y los sueldos habían cambiado de forma. Solo pensaba en escapar de allí; soñaba con adquirir un viejo autobús y convertirlo en una casa con ruedas. Escapar del sistema, dejar atrás el tedio, el trabajo y abandonar las ideas absurdas e infundadas, como esa que dice: “pisar mierdas sin darse cuenta da buena suerte”. “Joder, la buena suerte no huele a mierda, huele a flores, a bourbon, a berenjenas de Almagro, a humo gris, a mujer, a blues; ¡No me jodas!”. No paraba de crear hipótesis tontas, pero sin intención de inventar nada, tan solo deseaba dejar escapar el tormento interno, abrir grietas.
    Vivía momentos prosaicos, sentía la energía de los grandes relatos de la historia. Acordes salvajes, humos pasajeros capaces de colocar a un elefante. Y allí estaba de nuevo, sentado frente a un documento inacabado y pensando en las personas que me obligaban a reinventarme. No quería ser un escritor maldito, pero me atraía la idea. Demonios ocultos, divagares oscuros, dedos locos capaces de llenar páginas enteras. “¡Mierda! Locura es cordura, ¿no?”, pensé.
    Me encantaba llenar los textos con párrafos distintos, cargarlos de ideas dispares y confusas. Perderme entre las notas musicales y viajar a mundos alternativos. La sangre solo era un hilo conductor, al igual que el alcohol, las drogas, la muerte, el miedo y los bajos fondos. Porque en el fondo de esos bajos me crie, y eso jamás se olvida. He pasado hambre, mucho miedo y demasiadas madrugadas apoyado en la barra de un bar. Hubo un tiempo en el que pasaba los días alcoholizado y con una sonrisa de oreja a oreja. Sé lo que es vivir al margen y barajando cartas, conozco las sensaciones de la oveja negra.
    En el lodo, el devenir capaz de sobresalir, la lucidez ahorcada que decidió respirar y salir a flote.
   
Llevaba dos días sin hacer nada, solo pensaba, inventaba y olvidaba. Tenía conectado el modo aislamiento con efectos insultantes. La mejor manera de no compartir mi basura con nadie. Me encerraba a escribir y daba gracias al infierno por haber encontrado mi verdadera vocación. Supongo que todos aquellos cuadernos que llenaba de letras cuando solo era un niño, eran el preludio de lo que vendría después. La música quedó atrás, pero nunca olvidada, y eso se debe a que jamás cerré esa puerta como se mereció. “Compraré un guitarra acústica y soltaré la furia acumulada”, me repetía a diario. Aunque las escusas conviven con el ser humano, y todos los días encontraba alguna.



***



Fumaba y tomaba un café. El cielo, cargado de tonos grisáceos, pedía guerra. Me pesaba el alma, y seguro que era debido a ciertas palabras que leí, aunque también había otros temas, como el de la mosca cojonera que metía sus narices en mis círculos. Daba caladas y fabricaba un pequeño entremés cerebral: “No debes repetirte tanto; otra vez lo mismo, otra vez… ¡Capullo insensato!”. Tenía claro que no debía hacer caso; estrellarme o morir de hambre, no había más opciones artísticas. Y decidí estrellarme y llenar mi gloria de sesos. Yo no era una “escritora” adolescente enamorada de vampiros folladores de niñas blanquecinas y tontas. Leerse un texto de mi cosecha era algo parecido a comer carne cruda, o poco hecha; a tragar sables o pasar la noche con un mendigo maloliente. Caminar sobre el lodo, hablar desde el lodazal, plasmar relatos de pantano y nadar junto al más temible aligátor: eso imaginaba cuando estaba sentado en mi escritorio; eso me separaba de los eclipses vampíricos y de los monstruos que brillan a la luz del sol. Siendo hombre también podía ser delicado, pero sin mezclar conceptos, sin convertir el terror en una casita de muñecas para niños y niñas sin cerebro, asexuados y con miedo a jugar a los médicos. “Transforman la literatura en una moda, en un híbrido: novela romántica cruzada con monstruo descafeinado”. Se puede llegar a cumplir un sueño artístico siendo crudo, mintiendo –como buen escritor–, hablando de la vida, de la no vida, del amor robado, de las desdichas, de la amistad deshilachada, de la amistad auténtica, del dolor ajeno y  del propio, de los arrepentimientos, de los verdaderos y abundantes monstruos –y con esto me repito–, y de las miles de sandeces que pasan en un segundo por una mente podrida como la mía. Los sueños son pesadillas borrachas que han perdido el norte, y a esa conclusión llegué aquella tarde, mientras fumaba y tomaba café.



***



La tormenta asomaba el hocico nuevamente, pero, por suerte, no tenía motivos para salir de casa. El campo, con un brillo y un verdor maravilloso, acallaba cualquier repulsa humana. La nube negra era un cubata preparado para la tierra, que necesitaba embriagarse forzosamente. Desde la puerta del patio podía observar los cambios, y al mismo tiempo escribía a toda máquina. Aunque no todo era válido, también escribía basura para la hoguera. Entre todo lo imaginable, únicamente pensaba en una cerveza negra que me esperaba en el frigorífico. Había dejado de beber en cantidades industriales, pero el placer de un buen trago era algo ineludible para mi paladar. Deseaba escuchar los rugidos de la hecatombe, esperaba con ansia la tempestad. En ese estado febril me puse a recordar: “azul tempestad”, ese color que me tuvo enamorado durante años. Compraba botes de spray de ese tono y marcaba la ciudad con mi nombre: recuerdos rebosantes de adrenalina. Estaba algo nervioso, sin motivo figurado, ansiedad dislocada. El corazón me latía con fuerza, el picor se fijaba en la cara, en los hombros. “Debe ser por pensar en la cerveza”, me dije. Levanté el culo de la cutre silla y fui a la nevera. Por el camino paré a hacer pis y me miré en el espejo; peiné mi barba. “Tengo que recuperar algo, y la juventud no puede ser”. En ese instante decidí dejarme crecer toda la barba hasta más no poder. Quería rememorar tiempos pasados. Cogí la cerveza negra y me senté en la silla del escritorio. “Quiero tener hijos que me tiren de la barba”, fue un deseo espontáneo y bello. Vacié la cerveza en un vaso ancho y encendí un cigarro –lo sé, es cierto, me repito demasiado–. Miré la hora, también observé el exterior, volvía a llover.
    Eran tiempos complicados, pero me hacían formar parte de la historia, y eso era digno de celebración, me llenaba de felicidad.
    Días en los que el periodismo ya no flotaba en el lodo, al menos el de renombre. Todo se había metamorfoseado en una guerra de piedras. La razón pasaba las noches bajo un puente frío y lúgubre, y los escritores se contaban por millones. Aun así, me gustaba jugar a hundirme en el lodazal.



***



La lluvia era la protagonista de la semana, los árboles carcajeaban, la hierba crecía sin freno y los animales lanzaban gritos de pasión. “Estás jodidamente mal, tío”, me dijo un barrendero. Sus palabras iban ligadas a un comentario que hice: “Jodidos políticos, tendríamos que hacer granjas de crianza partidista. Me entiendes, granjas para criar idiotas trajeados sin ideas fijas. ¡Esto es la hostia! No me puedo creer que expriman cascaras de naranja y quemen árboles frutales. Debe ser que los suicidas crecen en los árboles”. Tras escuchar su escueto comentario me largué de allí, y  desde aquel día le miré mal. Cómo pudo decirme aquello una cáscara exprimida, todavía le doy vueltas. “Qué estoy mal, dice”.
    Seguía de libranza, feliz y exuberante. Apenas un par de problemas conyugales, pero de esos que sirven para afianzar la relación, con lo cual, bien, muy bien. La ansiedad era crónica y no compartida con nadie; la melancolía iba ligada a mí, al igual que la tristeza, la ironía y la mala hostia. Pasaba las tardes en soledad, y aquella no iba a ser distinta. Estaba fumando menos, apenas nada. Joder, me apasionaba fumar y observar el humo. Qué le podía pedir al lodo, ¿fumar a ritmo de inmortal?; agarré el cenicero de Bob Marley, cogí un cigarro de la chepa del camello y me puse a fumar, a disfrutar, a vivir  mi suicidio –Ja, ja, ja–. No me hallaba en un momento demasiado poético, al menos en las horas lúcidas, taciturnas y tormentosas; otra cosa era la noche y su envoltura. Bebía un poquito de Ron miel, nada, para aplacar a la bestia. Me sentía inmerso en una película francesa, costumbrista, delicada a la par que salvaje, y remarcada con escenas de la vida. La puerta de las pretensiones estaba abierta, la bañera vacía y la estufa a todo gas. No deseaba morir, ni mucho menos, pero ver deprimida a mi amada era duro, y me creaba una impotencia implacable. “Quemaré vivo a su jefe,  a su compañero”, las elucubraciones me asustaban. Sus ausencias daban alas a mi imaginación, su falta cargaba de melancolía los días y sus llamadas fugaces llenaban lo poco que quedaba vivo en mi interior. Era difícil hacerse el héroe, pues no lo era. Y mi barba, que se parecía un césped medio despoblado y pisoteado, crecía día tras día.
    Desde el lodo, esperando que la madrugada marcara el comienzo del despertar de los muertos. Ansioso por ver crecer el contenido del charco. Se levantaban mis impulsos creativos, volvían las ganas de crear líneas largas y longevas; renglones torcidos y desbordados; palabras malsonantes y duras.



***



El resurgir comenzaba a marcar sus pautas, entonces pensé en el cambio de ciclo. No habría segundas partes. Salí a la calle, llovía con furia, y me quedé plantado en mitad de la nada. El agua empezó a trabajar, primero mojó mi pelo, el poco  que me dejaba crecer; después empapó mi barba, larga y descuidada. La ropa no pudo ofrecer resistencia, los charcos reían, se burlaban de la figura grotesca que ofrecía mi cuerpo soberano, carcajeaban al ver mi triste  sombra solitaria. La luz moría, las nubes negras tocaban zafarrancho de combate. Ángeles y demonios bebían cerveza bajo un toldo de truenos, relámpagos y rayos fulgurantes. El saxo sonaba, cargaba la escena de nostalgia y desconsuelo. Los punteos de guitarra acompañaban, el caos reinaba, el orden renacía y las trincheras ardían y quemaban las gotas rancias del rencor. “Desde  el lodo”, pensé al observar el gran charco del camino de cabras. “Alma de blues”. Nacía la triple equis, un escrito que cambiaría mi rumbo. Mi vida pasó en forma de diapositivas; los dedos, convulsos, empezaron a buscar un teclado, necesitaban letras. Y las canciones no dejaban de sonar. Pude estar allí quieto durante horas, pero no lo recuerdo bien, fue una especie de reto, de penitencia pagana, de mentira, de disfraz. Cuando desperté del trance observé dónde me hallaba: en mitad de la nada, a kilómetros de casa, del calor del hogar. Y todas esas tardes no habían servido de nada, nunca estuve vivo, jamás vi lo que vi, todo era falso, un espejismo barato preparado para caer en el fondo del pozo de lodo. “Espejismo de lodo, figuritas de barro que mueren deformadas por el agua”. Me senté en una piedra, bajo la cruel tormenta, en la mayor de las oscuridades, rodeado de sombras arbóreas y gritos. La música empezó a sonar –Cocaine Bill, de Dr. Harp´s Medicine Band–. No lo podía creer, pensaba en la muerte: “Estoy muerto y los demonios tocan al compás”. Pero no, la realidad superaba a la ficción. Era ella, mi dulce mujer blanquecina, la hermosa dama que besaba mis amargos labios. Los focos de su coche iluminaron mi rostro, ella lloraba, lo cual, despertó al monstruo dormido, al bicho verde y enfurecido que habitaba y habita mi ser. Abandoné la piedra, abrí la puerta del coche y abracé a la única persona capaz de sacarme una sonrisa diaria. La cogí en brazos y corrí campo a través. Primero grité alocadamente, después lo hicimos los dos. La música sonaba.
    La fiebre me conquistó, acabó con la poca realidad que me quedaba. Llegué a casa en un estado lamentable, metí mi cuerpo desnudo en la cama y escribí esta historia empezando por el final.