viernes, 11 de diciembre de 2015

Diablo





Siento tu acero atravesando mi corazón.
Es tu cuerpo convertido en metal, y está muerto.
Ahora el frío me posee, tu alma está en mí.
No hay niños tristes ni ángeles en pie,
tan solo demonios sonrientes y expectantes
dispuestos a tendernos sus agrietadas manos.

Quizá ambos estemos muertos,
no lo descartes, formamos parte del todo.
Quizá no tengamos entrañas que mostrar.
Vacíos por completo, así estamos.
Mírame y suelta una mentira discreta,
déjate llevar por el monstruo del averno
y desaparece de una maldita vez.
Abandona el maldito reflejo y tómame.






sábado, 5 de diciembre de 2015

Muerte cerebral






Cierro los ojos y caigo presa del sueño más profundo. El dolor corporal es severo. Mi mente se halla sumergida en un abismo oscuro, tétrico y salvaje. Los golpes, moretones y heridas se extienden hasta el infinito, más allá de mi carne, hasta llegar a esa zona inexistente, a ese rincón único en cada ser.
    Muerte cerebral, desidia forzosa, debacle humanitaria.
    Arrojo mi cuerpo contra los asientos de los autobuses, sobre los fríos suelos de los trenes nocturnos, y dormito, susurro delirios. Es triste. Entro al gusano urbano que corroe la gran urbe y muero por dentro al ver las caras de los pilares humanos de la sociedad, sentados a mi alrededor mientras aparentan ser felices. Apoyo la cabeza en las ventanas grasientas de todos esos medios transportes públicos y fenezco, caigo presa del cansancio y el hastío y sueño despierto. Al hacerlo siento que me transformo poco a poco en un papel usado anteriormente para limpiar sangre seca (ironía metafórica), siento que soy una cáscara de plátano usado para desayunar, siento que no soy, sí. Parezco un muerto, un zombi que sobrevive gracias a la nada. Pero no es así, las apariencias engañan. Una extraña fuerza mantiene vivo mi espíritu. ¿Serán mis inclinaciones intelectuales las que producen esa fuerza? ¿Será mi imaginación? ¿Será la pasión? ¿Serán las ganas de llegar a mi cueva del averno y respirar paz? ¿Será el odio, el profundo asco que me produce esta endeble y malformada sociedad? ¿Será ella? ¿Serás tú? No lo sé. Esa fuerza carece de color. Es una especie de nada, un vacío; se trata de un agujero negro interior. Algunas lenguas bífidas lo llaman autenticidad.
    Muerte cerebral es electricidad infernal, es mi alma al desnudo, una mirada al fondo del precipicio. Es tu patético reflejo convertido en palabras con olor a rancio.
    Quiero vivir, y haciéndolo descubro la cara del bufón, ése del que hablé en el pasado. Vivo y muero en la misma jugada. Sonrío y golpeo sin pestañear, en un mismo gesto. Dicen que tengo buen humor, me catalogan como producto de entretenimiento sin percatarse del veneno que emana de mí. Y mientras tanto, el despertador suena a las cinco menos diez de la madrugada y me recuerda que el otro púgil sigue estando a menos de dos metros de distancia, con su puño armado y dispuesto a reventarme la cara. La realidad es puñetera, una vacuna contra la alegría.
    Muerte cerebral, avisos que pueden matar o elevar al sujeto a lo más alto de la pirámide mental. ¿Quién dijo que dejar a un lado la vida fuera malo? Nadie abrió el pico al respecto. Los pájaros duermen.
    Mi verdadero habitante es la respuesta, ese tipo que sobrevivió a los traumas infantiles y se hizo duro y frío como el hielo (una sombra de contradicciones). No soy lo que leo y pienso, soy mis actos y el trabajo dispuesto. No soy ni un demonio furioso ni un ángel pávido, soy la nota discordante, la sonrisa irónica que se clava en la realidad y escupe a la cara del que se oculta tras la careta temblorosa y vacía de lo establecido. Soy un insulto errante, el rumor falso que derrumba el castillo de naipes. Soy lo que nunca quise ser, y no me hace falta un reloj…
    Muerte cerebral es un turno esclavo, una forma de plantarse en mitad del camino y gritar.
    Nunca es tarde para los que viven al límite. 




sábado, 28 de noviembre de 2015

El Callejón de la Rata





¿Qué lleva a los hombres a la ruina personal? ¿La codicia? ¿El hecho de no querer entender? ¿La ignorancia? ¿El yugo planetario? Solo la Rata lo sabe. Ella los ve caminar sobre el asfalto, con la cabeza gacha, arrastrando sus pesadas cadenas emocionales, sus grilletes sociales y toda esa bazofia impuesta. No se dan cuenta que no son los actores principales. En su inmensa mayoría, el papel que desempeñan es tan mediocre que desprende un olor profundo, pútrido y patético.
    ¿Quién soy yo? Un tipo en la ruina más profunda. Perdido. Melancólico. Herido en cuerpo y alma. Hundido en un pozo oscuro, gélido y desangelado.
    ¿Qué busco? Nada.
    Estoy en el Callejón de la Rata, perdido en Taimado, la otra ciudad del pecado, escondrijo de culpables y nido de futuros delincuentes; patria de perdedores sin principios; hogar de millones de personas que no saben cuál es su efímero cometido; tumba de soñadores incapaces de dormir; purgatorio de cadáveres que añoran una vida nueva. Camino por el callizo, me adentro en sus fauces y observo. Las penumbras dominan la escena por completo, lo cual, no ayuda, pues me encuentro borracho. Todo me da vueltas, muchas vueltas, sin embargo, lo puedo ver con claridad. En la pared del fondo hay un enorme contenedor metálico, lo llaman el confesionario de los roedores ruinosos, morada de la Rata. ¿Qué hago? Entro sin dilación, sin mirar, y me arrojo sobre un gigantesco cojín lleno de manchas. Saco la bolsa de papel para borrachos ruinosos, giro el tapón de la botella que hay en el interior y apuro todo el whisky de un solo trago. Trinco los bártulos de fabricación artesanal y me preparo un cigarro. Lo enciendo y absorbo humo.
    Vuelvo a explicarme entre puntos y frases sueltas. Así es mi vida.
    El interior no es más que una caja vacía de metal oxidado, llena de charcos y carente de olor. Solo existe el cojín, el pútrido cojín que marca el comienzo de la ruina —eso parece, al menos—. El habitáculo está dividido por una plancha de acero repleta de agujeros. La luz es tenue al otro lado, pero lo suficientemente fuerte como para iluminar todo el cubículo a través de los agujeros.
    —¿Buscas la ruina personal? —pregunta una voz desde el otro lado.
    Por mi parte ni siquiera me sobresalto. Simplemente me limito a contestar con naturalidad.
    —La vivo, no la busco —digo.
    —Si la vives la buscas, eso es así. De cualquier otra forma tú no serías un perdedor, sino un perseguido —dice—. La Rata busca las diferencias, no las vive. Soy la diferencia, ¿entiendes, zoquete? ¿No sientes que tu vida se va por el retrete?
    —La verdad es que no sé qué hago aquí, ha sido un error —digo.
    —Claro que lo ha sido, ¿lo dudabas? Eres un perdedor pestilente.
    Tiene que ser la Rata. Y de ser así, es mi oportunidad. Necesito respuestas.
    —¿Qué lleva a los hombres a la ruina personal? —pregunto de golpe.
    La Rata contesta en el acto.
    Dice:
    —Lo que vemos está codificado. Traducir la realidad de una forma correcta no está al alcance de cualquiera, depende del intelecto, de la conducción de los pensamientos. —Se pausa—. Si al menos los medios informativos fueran imparciales, pero no es así, se dedican a difamar. Difunden mentiras. Por lo tanto, depende de las gafas de cada uno. —Las luces se apagan lentamente. La oscuridad total se hace con el espacio. Tan solo brilla el cigarro—. La ruina nació en el Neolítico. Entonces abandonamos la senda libertina de la destrucción compasiva y lo empezamos a hacer por placer, deliberadamente y desde nuestros artificiales reductos de odio. —Se escucha una risa aguda y siniestra—. Dejamos de ver la realidad tal y como era y la transformamos en ciudades llenas de personas grises y vacías; en chimeneas; en animales muertos; en comida pudriéndose al sol. La humanidad moderna es el camino de la ruina. —La risa se intensifica—. El humo de la industria es la ruina. La superproducción. El Capitalismo es la ruina. El odio. El desamor. Las flores pisoteadas son la ruina. Tu visita. El aire que respiramos. Las empresas esclavistas. Despreciar la diferencia es la ruina. Los cerebros agujereados por las drogas son la ruina. El dinero. Las religiones. Las guerras de intereses. Tus ideas retrógradas son la ruina. —Oigo su entrecortada respiración y de nuevo la risilla histriónica—. Y te lo dice una puta rata, la Rata. Vine al mundo a joder a los humanos, a decodificar sus señales subterráneas, a cagarme en sus normas, a quemar su paraíso ruinoso y vil. ¿Por qué? Porque sí, y punto…
    Todo se apaga. Mis ojos se cierran. El mundo se vuelve negro. Estoy de nuevo aquí, en el vacío, en el bucle, ahogado en la mentira. Piso la senda del perdedor. Correteo por el salvaje mundo de los sueños —veo a la Rata disfrazada de libertad, soy la Rata.