jueves, 27 de diciembre de 2018

Un mundo hostil a mi servicio




Hace años se abrió una herida en mi alma. No voy a profundizar, lo dejaré ahí, todo ocurrió por pura supervivencia y ocasionó daños irreparables en la vida de muchas personas. El caso es que la maldita herida se hacía más y más grande con el paso del tiempo. No parecía curarse. Pasaban los meses y cada vez había más gente metiendo el dedo en ella, chupando la sangre, escupiendo en su interior. La profundidad llegó a tal extremo que casi aniquila lo poco que quedaba de mi parte humana. El dolor era tan intenso y agudo, que soportarlo consumía todas mis fuerzas.
    La situación tenía que reventar por algún lado, eso era más que evidente. Y lo hizo de un modo salvaje, físico, destructivo. Mi estómago se fue a la mierda. Demasiado odio reconcentrado. Demasiado sufrimiento estancado. Me salvó mi posición elevada y una capacidad innata para actuar estratégicamente. No podía perder lo poco que tenía, o creía tener, así que disimulé mi dolor y continué la marcha.
    El tiempo trascurría de un modo horrible, traumático. Ya no solo tenía una herida que atender, ahora cuerpo y mente estaban jodidos, y eso nunca es bueno.
    Entonces empezaron a sucederse una serie de acontecimientos, bastante brutales, y dentro de la realidad más cruel posible, que me hicieron ver que estaba en medio de un aprendizaje y que llegaba el examen final, también llamado cambio vital o renacer. Puede que esos acontecimientos tuviesen algo que ver con mis energías, pero lo dejaré para otro momento. El caso es que lo maligno vino a mi encuentro y se quedó una temporada.
    Es evidente que para renacer antes hay que morir, así que decidí morir y volver al abismo original, el lugar que forjó mi personalidad cuando nadie confiaba en mí.
    Dentro del abismo me dediqué a pensar. Meditación extrema. Autoanálisis. Buscar causas, consecuencias y posibles soluciones. Hice balance de daños y valoré las pérdidas reales, para lo cual tuve que aniquilar mis emociones positivas y observar los acontecimientos en bruto y desde una perspectiva ajena a mi persona. Perdí a mi madre, es cierto, pero no el día en que murió, sino cuatro años antes. También me quedé solo, nunca fui el compañero vital deseado, quizás aquellos años de oscuridad, de bloqueos, de rutinas absurdas, de gente a la que odiaba. Acabé solo por mi culpa, es así, no voy a ocultarlo. Una parte de mi entorno, casi todo, deseaba convertirme en un cosa que no era, y así fue como abrieron la herida y convirtieron todo en un infierno que se me fue de las manos. Dicen que el fin justifica los medios, yo digo que un demonio solo puede estar con otro demonio. 




lunes, 10 de diciembre de 2018

Rodrigo Ratero




Hablar de la literatura de Ratero es como abrir una franja en el tiempo y revisitar la historia quinquillera. Aunque para algunos todo ese movimiento de adictos a heroína en busca de fama y fortuna ya no exista, para este magnífico y atrevido autor lo es todo. Y con esto no digo que sus historias sean repetitivas, ni mucho menos, todo lo contrario. Esta oda a los setenta, las referencias con aquellas increíbles películas que engrandecieron el cine de temática criminal, es santo y seña de su mordaz e incisivo estilo.
    Conocí a Ratero el mismo día que compré Maestro pocero (Editorial Gradiente, 2016), y desde entonces estoy ligado a su literario cordón umbilical. Me parece un autor auténtico. Es como tener un Irvine Welsh personalizado. En esta primera obra me imaginé al propio autor narrando sus vivencias, no lo puedo evitar. Una historia sucia, teñida de jaco, rebosante de sexo y tan real que resulta vomitiva (me apasiona leer algo así).
    Cuando empecé a leer Picos y colmillos (editorial Gradiente, 2017) ya llevaba unos meses comunicándome con el autor, y existía cierto nivel de comprensión existencial (sigue existiendo). Aunque me imaginaba lo que iba a leer, la sorpresa fue mayúscula. ¡Qué cojones!, me dije, este tío hace lo que quiere, es libre, le da igual mezclar yonquis y quinquis con vampiros y psicópatas. La forma de narrar estos tres relatos es maravillosa, pues utiliza varios personajes y sus distintas perspectivas para ligar los acontecimientos. Siempre en primera persona. Muy original y bien relatado. 
    Es más que evidente que no se trata de lectura para todos los públicos. Su ingesta puede herir la sensibilidad de muchas personas. Las escenas de sexo, que son muchas y variadas, la violencia, el abuso de drogas, los pinchazos. Literatura de barricada para mentes inquietas. No dudéis ni un instante… 


jueves, 1 de noviembre de 2018

Claroscuros






Para meterlo en el maletero le corta las piernas a la altura de las espinillas. Luis es demasiado alto y corpulento, y está tieso como una estaca. Clara no tiene problema en utilizar la motosierra, es más, la maneja con cierta soltura. Para no mancharlo todo de sangre y restos de carne cubre las paredes y el techo del garaje con plásticos. No es una profesional del crimen, pero le encanta el cine. Solo necesita una piara de cerdos hambrientos y tendría el problema solucionado.
    Envuelve el cadáver y los restos de piernas con plástico y cinta de embalar y lo mete todo en el maletero. Ahora tiene que elegir un buen sitio para enterrarlo y asunto arreglado. Es su plan.
    Conduce hasta una zona apartada del pueblo, un camino poco transitado a esas horas de la noche, y selecciona un buen emplazamiento, donde la tierra esté blanda y no haya encinas. Ni por asomo pretende que unos jabalís desentierren el premio gordo.
    Los faros del coche enfocan el final de fiesta. Clara tiene un pico y una pala. No los maneja de un modo correcto, pero consigue cavar un agujero lo suficientemente profundo y ancho. En menos de una hora el trabajo está completo y Clara respira tranquila —dentro de lo posible—. Saca un cigarrillo y, con las manos temblorosas, se lo enciende y fuma con ansia antes de arrancar el motor.
    El camino de vuelta se hace corto. Llega a casa, lo limpia todo a conciencia, se pega una buena ducha y lanza su cuerpo contra el colchón. Se queda dormida en cuestión de segundos, y el sueño le dura tres horas, hasta que suena el despertador, se despereza, vuelve a ducharse, desayuna y acude a su cita en la oficina.


Entra por la puerta aparentando buen cuerpo, pero en realidad se siente descompuesta, agobiada, fuera de lugar. Está en la oficina porque de no estarlo sería sospechoso.
    Enciende su ordenador y, como cada mañana, acude a la máquina de café, donde las conversaciones banales con sus compañeros logran atravesar su alma y reventarla. «¡Joder! Acabo de enterrar a Luis. Al maldito hijo de puta de Luis. No me lo puedo creer», piensa sin atender a sus compañeros.
    —¿Estás bien, Clara? —pregunta Lucía, con cara de falsa preocupación.
    —¡Eh! Sí, sí…
    Manuel no se puede callar y dice:
    —Claro que sí, ayer se fue con Luis y él todavía no ha llegado a la oficina. Yo no digo na, que luego to se sabe
    Clara no puede contener las náuseas y se va corriendo al baño. Al infierno con el disimulo. Cuando sale, se acopla en su silla y pasa de todo el mundo durante ocho horas.
    Al acabar la jornada, Lucía y Manuel, algo inquietos, acuden a su cubículo y le dicen a Clara que Luis no contesta los mensajes, pero que sí los recibe. Es raro. Quieren saber qué ha pasado con él. Necesitan aclarar el misterio. ¿Hubo sexo o no?
    —Si queréis, os invito a cenar y hablamos de lo ocurrido —expone con misterio.


El timbre de su adosado suena a las nueve de la tarde. Son sus compañeros, con la preocupación disipada, risueños ante lo que piensan encontrarse: un nidito de amor cálido y mullido.
    Entran, se quitan los abrigos, besos, risas fugaces y miradas furtivas. Buscan a Luis por el chalet. Esperan encontrárselo por ahí sentado, con su chulería de siempre, orgullosos de haberse follado a Clara, la tía más difícil de la oficina. Soltera de oro. Inteligente. Independiente. Imposible de atrapar.
    Manuel no dice nada hasta que no se sientan en la mesa.
    —¿Y Luis?
    —No está aquí.
    —¿Y dónde está?
    —En el garaje.
    Lucía los mira incrédula. Prueba el pescado, está rico.
    Manuel se ríe. Clava el tenedor en su filete de mero y se lo lleva a la boca. Le parece un manjar.
    —¿Y qué hace en el garaje? —pregunta con la boca llena.
    —No hace nada.
    Durante la cena Manuel no hace más que insistir. Todavía piensa que se trata de un juego por parte de su compañero, muy dado a gastar extrañas bromas.
    Finalmente todos se relajan y acaban con la deliciosa cena que Clara les ha preparado.
    —El postre lo tomaremos con Luis, si os parece.
    Lucía sonríe y asiente.
    Manuel golpea la mesa y carcajea con desdén.
    —¡Puto Luis! —exclama en plan mono de feria.
    Clara va por delante. Enciende la luz de la escalera y los conduce lentamente hasta el garaje. Allí se encuentran con una mesa, cuatro copas y una botella de cava metida en un cubo con hielo. El resto no se diferencia de cualquier otro garaje.
    —Luis quiere que brindemos.
    Clara llena las copas y levanta la suya.
    —¿Luis no brinda? —Lucía sonríe con timidez después de lanzar la pregunta.
    —Primero nosotros. Es su deseo.
    Clara hace que bebe y observa a sus compañeros.
    —No tiene fuerza este cava —espeta Manuel.
    Clara pone música y baja la intensidad de las luces. Pasan los minutos y el baile comienza. Manuel y Lucía se dejan llevan por las extrañas y deformes frecuencias que son capaces de captar. Se sienten idos, ausentes. A los pocos minutos se tumban en el suelo, sonrientes, y pierden el sentido.
    Cuando despiertan están atados a dos sillas de camping. El garaje está forrado de plástico. La cosa no pinta nada bien para ellos.
    —¿Habéis oído hablar del Rohypnol? —pregunta Clara— Pues Luis sí, y esta botella de cava es la prueba. El muy hijo de puta la trajo anoche para cenar. Ha despertado a la bestia.



  

domingo, 28 de octubre de 2018

Sargento instructor






Le mete los pulgares en los ojos y no deja de apretar hasta que se hunden por completo. En la sala, algunos alumnos no pueden evitar la repulsión y vomitan sobre sus compañeros. El coro de regurgitaciones se extiende como la pólvora, unos por la brutal escena protagonizada por el sargento instructor A.C., y otros por el asco y el olor ácido de la comida a medio digerir de sus compañeros.
    Los gritos de dolor reverberan por la sala. Se clavan en los oídos de cada uno de los alumnos como si fuesen alfileres al rojo vivo.
    El sargento desencaja los dedos de las cuencas oculares de su víctima y, haciendo uso de su cuchillo reglamentario, le rebana el pescuezo sin miramientos. Sobran los prisioneros en el hangar de instrucción.
    —Sentir pena o asco es algo que no os podéis permitir. —El sargento agarra a la víctima del pelo—. Este individuo, señoras y señores, es un asesino de masas, un pedófilo, un incitador, y forma parte del cuerpo de élite de nuestro enemigo. —Suelta la cabeza con desdén, como si estuviese jugando con un trapo viejo. Todos aprecian cómo exhala su último aliento. Una baba densa y rojiza cae de su boca en un goteo regular. El sargento sigue con la charla—: Nosotros también somos asesinos de masas y pedófilos para ellos. Nuestro enemigo no dudará en hacernos sufrir como a perros sarnosos. —Un golpe sobre la mesa—. ¿Alguna duda? Bien, lo suponía. —Se pausa y hace un barrido completo—. Si alguno de ustedes quiere abandonar el barco, este es el momento.
    Adriana levanta la mano.
    —No quiero seguir, señor.
    —Bien, Adriana, baje usted aquí.
    La joven cadete desciende la grada y se coloca al lado de la mesa del sargento instructor. Se puede apreciar un ligero temblor en sus mofletes. Las rodillas se le doblan.
    —¡Queridos! Esta muchacha es la persona más valiente de la sala, y no lo digo por sus pensamientos, que seguramente los comparta con muchos de ustedes, sino por sus actos. Sí, señoritos y señoritas, ella es ejemplo total y absoluto de soledad por principios. Valentía por ideales.
    El sargento agarra a la joven de la coleta, saca su cuchillo y se lo clava en la barbilla con tanta fuerza que la punta asoma por el cráneo. A.C. continúa como si no hubiese pasado nada.
    —La lección de hoy es muy sencilla: un solo individuo no puede cambiar las cosas, pero es capaz de modificar la conducta del grupo. En circunstancias normales, Adriana hubiese sido eliminada sin que ninguno de ustedes se enterase, lo cual hubiese un error por nuestra parte, ya que no es eso lo que queremos. ¿Por qué? Porque los actos de buena voluntad tranquilizan a la tropa, y nadie quiere ir a la guerra con una cuadrilla de soldados despreocupados y benevolentes. Pensaríais que no pasa nada, que esto es un juego y se puede abandonar sin consecuencias. —Los mira con furia—. El error de mi acción es que ahora podéis uniros, o crear dos bandos, y levantaros contra el alto mando. Eso es lo que pasa cuando se recibe un ataque frontal. Las emociones nos traicionan.
    Se acerca a su escritorio, abre un cajón y agarra su pistola reglamentaria. La manosea mientras camina de un lado a otro de la sala. Parece tranquilo, pero con A.C. nunca se sabe, es un tipo impulsivo, frío y calculador.
    —¿Adriana era débil? No, todo lo contrario. La pena es que las naciones no se levantan con personas del carácter inteligente de vuestra compañera. El grupo de líderes tiene que ser despiadado, a ser posible, psicópatas. —Sin previo aviso, levanta el arma, apunta y dispara. Los sesos de Manu bañan a sus compañeros más cercanos—. Manu leía filosofía, era capaz de pensar de un modo independiente y crítico. Capaz de incitaros y adelantar vuestra muerte de un modo inevitable. Quiero que entendáis que no se trata de algo personal. Mi deber es proteger nuestro núcleo de población.