jueves, 1 de noviembre de 2018

Claroscuros






Para meterlo en el maletero le corta las piernas a la altura de las espinillas. Luis es demasiado alto y corpulento, y está tieso como una estaca. Clara no tiene problema en utilizar la motosierra, es más, la maneja con cierta soltura. Para no mancharlo todo de sangre y restos de carne cubre las paredes y el techo del garaje con plásticos. No es una profesional del crimen, pero le encanta el cine. Solo necesita una piara de cerdos hambrientos y tendría el problema solucionado.
    Envuelve el cadáver y los restos de piernas con plástico y cinta de embalar y lo mete todo en el maletero. Ahora tiene que elegir un buen sitio para enterrarlo y asunto arreglado. Es su plan.
    Conduce hasta una zona apartada del pueblo, un camino poco transitado a esas horas de la noche, y selecciona un buen emplazamiento, donde la tierra esté blanda y no haya encinas. Ni por asomo pretende que unos jabalís desentierren el premio gordo.
    Los faros del coche enfocan el final de fiesta. Clara tiene un pico y una pala. No los maneja de un modo correcto, pero consigue cavar un agujero lo suficientemente profundo y ancho. En menos de una hora el trabajo está completo y Clara respira tranquila —dentro de lo posible—. Saca un cigarrillo y, con las manos temblorosas, se lo enciende y fuma con ansia antes de arrancar el motor.
    El camino de vuelta se hace corto. Llega a casa, lo limpia todo a conciencia, se pega una buena ducha y lanza su cuerpo contra el colchón. Se queda dormida en cuestión de segundos, y el sueño le dura tres horas, hasta que suena el despertador, se despereza, vuelve a ducharse, desayuna y acude a su cita en la oficina.


Entra por la puerta aparentando buen cuerpo, pero en realidad se siente descompuesta, agobiada, fuera de lugar. Está en la oficina porque de no estarlo sería sospechoso.
    Enciende su ordenador y, como cada mañana, acude a la máquina de café, donde las conversaciones banales con sus compañeros logran atravesar su alma y reventarla. «¡Joder! Acabo de enterrar a Luis. Al maldito hijo de puta de Luis. No me lo puedo creer», piensa sin atender a sus compañeros.
    —¿Estás bien, Clara? —pregunta Lucía, con cara de falsa preocupación.
    —¡Eh! Sí, sí…
    Manuel no se puede callar y dice:
    —Claro que sí, ayer se fue con Luis y él todavía no ha llegado a la oficina. Yo no digo na, que luego to se sabe
    Clara no puede contener las náuseas y se va corriendo al baño. Al infierno con el disimulo. Cuando sale, se acopla en su silla y pasa de todo el mundo durante ocho horas.
    Al acabar la jornada, Lucía y Manuel, algo inquietos, acuden a su cubículo y le dicen a Clara que Luis no contesta los mensajes, pero que sí los recibe. Es raro. Quieren saber qué ha pasado con él. Necesitan aclarar el misterio. ¿Hubo sexo o no?
    —Si queréis, os invito a cenar y hablamos de lo ocurrido —expone con misterio.


El timbre de su adosado suena a las nueve de la tarde. Son sus compañeros, con la preocupación disipada, risueños ante lo que piensan encontrarse: un nidito de amor cálido y mullido.
    Entran, se quitan los abrigos, besos, risas fugaces y miradas furtivas. Buscan a Luis por el chalet. Esperan encontrárselo por ahí sentado, con su chulería de siempre, orgullosos de haberse follado a Clara, la tía más difícil de la oficina. Soltera de oro. Inteligente. Independiente. Imposible de atrapar.
    Manuel no dice nada hasta que no se sientan en la mesa.
    —¿Y Luis?
    —No está aquí.
    —¿Y dónde está?
    —En el garaje.
    Lucía los mira incrédula. Prueba el pescado, está rico.
    Manuel se ríe. Clava el tenedor en su filete de mero y se lo lleva a la boca. Le parece un manjar.
    —¿Y qué hace en el garaje? —pregunta con la boca llena.
    —No hace nada.
    Durante la cena Manuel no hace más que insistir. Todavía piensa que se trata de un juego por parte de su compañero, muy dado a gastar extrañas bromas.
    Finalmente todos se relajan y acaban con la deliciosa cena que Clara les ha preparado.
    —El postre lo tomaremos con Luis, si os parece.
    Lucía sonríe y asiente.
    Manuel golpea la mesa y carcajea con desdén.
    —¡Puto Luis! —exclama en plan mono de feria.
    Clara va por delante. Enciende la luz de la escalera y los conduce lentamente hasta el garaje. Allí se encuentran con una mesa, cuatro copas y una botella de cava metida en un cubo con hielo. El resto no se diferencia de cualquier otro garaje.
    —Luis quiere que brindemos.
    Clara llena las copas y levanta la suya.
    —¿Luis no brinda? —Lucía sonríe con timidez después de lanzar la pregunta.
    —Primero nosotros. Es su deseo.
    Clara hace que bebe y observa a sus compañeros.
    —No tiene fuerza este cava —espeta Manuel.
    Clara pone música y baja la intensidad de las luces. Pasan los minutos y el baile comienza. Manuel y Lucía se dejan llevan por las extrañas y deformes frecuencias que son capaces de captar. Se sienten idos, ausentes. A los pocos minutos se tumban en el suelo, sonrientes, y pierden el sentido.
    Cuando despiertan están atados a dos sillas de camping. El garaje está forrado de plástico. La cosa no pinta nada bien para ellos.
    —¿Habéis oído hablar del Rohypnol? —pregunta Clara— Pues Luis sí, y esta botella de cava es la prueba. El muy hijo de puta la trajo anoche para cenar. Ha despertado a la bestia.



  

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