De nuevo estoy despierto
a las dos de la madrugada. Llevo tres horas con el niño en brazos y mi deseo de
agarrarme a la botella de Jack Daniel’s crece por momentos. Quiero abandonar
esta realidad tormentosa y absurda, pero solo el tiempo es capaz de dibujar
nuevas sendas y crear mundos fantasiosos donde mi cuerpo caiga en una montonera
de nubes de algodón de azúcar y descanse las horas muertas.
Recuerdo hace años, aquella botella de ron
miel, y a cada instante un pequeño vasito de elixir helado, y cada dos horas un
porro, y cuando llegó la noche un mareo alegre me obligó a cerrar el documento
y encender la televisión. Afuera la tormenta descargaba con furia, tanto agua
como electricidad convertida en rayos, relámpagos y estridentes truenos. Eran
días en los que escribía y leía toda la tarde. Y al margen de currar de vez en
cuando para no morir de hambre, solo hacía eso, sembrar documentos de letras,
cultivar mi mente con historias y ensayos.
Ahora todo es distinto, y aunque parezca
algo extraño, mucho mejor que aquellos días de borracheras y fumadas, de
lecturas interminables y vomitonas sobre el papel en blanco. Es cierto que
apenas duermo (dormimos), una media de tres o cuatro horas al día, sin embargo
sigo en pie, falto de energía, pero muy feliz con este niño en brazos y una
mujer increíble a la que adoro.
El cansancio domina mi mente. Me frustra.
Bombardea mis ideas y las intenta destruir. ¿Cómo estoy? Cabreado por momentos
y lleno de vigor, lo sé, es una controversia. Procuro seguir escribiendo y
editando, intento escuchar música y buscar grupos nuevos, jugar, sonreír,
bailotear. Vivo para no dejarme llevar por cierta desidia que sobrevuela por
encima de nuestras cabezas y nos apunta con su artillería pesada.
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