Abres los ojos y son las cuatro de la madrugada. Ahogo, sudores fríos,
sequedad bucal. Intentas dormirte de nuevo, pero sabes que es imposible.
Maldices, lloriqueas, parpadeas. Observas el exterior. La noche está
cerrada, no hay luna. El otoño abraza con fuerza lo que queda del
verano, parece como si lo quisiera estrangular. Tragas saliva, notas
presión en el pecho, temblores. Rebuscas en tu interior y no existe un
motivo concreto para tu insomnio. Quizá te sientas culpable por
algo, sí. Puede que se trate de hambre. No importa. Te levantas, llenas
un vaso con whisky, haces un cigarro y vuelves a la misma mierda de
siempre. Cada año que pasa te queda uno menos de vida. En el fondo eres
el terror, tu mayor terror. Mientras piensas, las cuatro se convierten
en las cinco, en las seis, y el primer vaso de whisky en el segundo, en
el tercero. Y así transcurre el tiempo, para unos convertido en alcohol,
para otros en azúcar. Una existencia carente de emociones sanas. La
muerte llamando a la puerta.
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