domingo, 22 de febrero de 2015

Fosa nocturna





Llevaba días sin llover, semanas, meses. Pero aquella noche desapareció la sequía. Por la mañana hizo sol, a mediodía niebla y por la noche lluvia. Maldita suerte, no podía ser cierto, menos mal que me encontraba con mi hermano Thomas, el mejor amigo que se puede tener. Estábamos en su todoterreno, varados en un camino de tierra, en mitad del campo. Él fumaba, y el olor a tabaco despertó en mi interior un ansia voraz.
    –Te apetece uno, ¿verdad? Te mueres de ganas –soltó Thomas en tono punzante.
    Llevaba tres años sin fumar, y sí, tenía ganas.
    –Eres gilipollas –dije.
    Thomas me echó el humo en la cara.
     –Soy el gilipollas, no confundas –matizó con ironía.
    Nuestro estado de nervios era delirante. No pude evitar mirarme en el espejo retrovisor. “Soy un puto vampiro”, me dije al ver la palidez de mi rostro.
    –Tienes mala cara, brother –dijo Thomas.
    –Tú tienes la de siempre –contesté luciendo una sonrisa de oreja a oreja.
    –Los dos tenemos mala cara, entonces.
    Ambos nos pusimos a reír.
    –Es como en las jodidas películas de terror –expuse–. Dos hermanos. Una fiambrera llena de espaguetis con carne picada. Dos latas de medio litro de cerveza sin abrir. Un pico y una pala… –no me dejó acabar.
    –Y Martin Scorsese muerto en el maletero, envuelto en una alfombra como un rollito de primavera.
    Volvimos a reír.
    –¿Tienes chubasquero? –pregunté.
    –Tengo dos, de una marca de condones. Hacían promoción. Chubasquero doble. Para follar en noches lluviosas.
    Lo más curioso fue descubrir que era cierto. Chubasqueros Durex. Azules. Con la marca en la espalda. Estilo poncho. De plástico fino. Enormes. Con un gorro descomunal.
    –¿Estás preparado? –inquirí mientras me ponía el dichoso chubasquero.
    –Siempre lo estoy –Thomas caminaba por la delgada línea que divide los términos colindantes de la locura y la cordura.
    –¿Te he enseñado yo todas esas mierdas? –solté.
    –Me enseñaste el camino, brother. Abriste la puerta y entré –y se echó a reír–. El resto es mi propia mierda.



Recordé la muerte de Linda, una perrita que tuvimos de niños. La envenenaron. El supuesto culpable fue un skinhead que vivía en el portal de enfrente. Apareció muerta en la terraza. Lloré con amargura aquel día, por varios motivos. Supe desde el principio lo que había pasado en realidad, lo vi venir y no hice nada. Sin embargo, arrinconé la rabia contenida, envolví al dulce animal en una toalla y me lo llevé a los olivos de las afueras. Caminé durante cinco o seis kilómetros, salí de la pequeña ciudad donde vivíamos y la enterré debajo del olivo más próximo al camino. Fue un día duro. Una herida demasiado profunda y sangrante. Algo que te acompaña siempre.



Thomas llevaba un bote repleto de cogollos de maría. Se hizo un enorme porro y me lo pasó encendido. Fumé algo más de la mitad del canuto y se lo pasé. Thomas apagó las luces generales del coche y conectó las de emergencia. Luego fumó en paz, en silencio, mascando nervios. Al acabar, cogimos el pico y la pala y salimos al exterior. Saltamos un pequeño muro y empezamos a cavar. La escena fue curiosa, lúgubre, decadente. Luna nueva. Nubes de tormenta. Lluvia. Y una luz anaranjada e intermitente como única guía en la oscuridad.
    Era un cenagal. La tierra pesaba como el plomo. Sí, era fango de plomo. Thomas picaba. La pala era cosa mía. Una coreografía absurda la que nos traíamos entre manos. Dos tipos cavando un agujero a las tres la mañana de un jueves, ataviados con dos chubasqueros con la marca Durex en la espalda y caras risueñas. Cómico, disparatado, irracional.
    –Es buena esta hierba –dije.
    –¿Sí?
    Ambos nos echamos a reír. Fue algo extravagante. Íbamos perdidos de barro. Estábamos fumados, colocados. Y cavábamos un agujero en mitad de la noche.
    Sé que me repito, lo sé. Agujero, noche, cavar. Lo sé. Pero así fue.
    Dejamos la faena una hora después. El agujero tenía una profundidad de dos metros, y más de medio estaba cubierto por el agua. El enorme charco me llegaba por las rodillas.
    –¿Me vas a decir quién va enrollado en la alfombra? –Thomas deseaba conocer el porqué.
    –Sí. Pero antes vamos a enterrarlo.
    Sacamos el bulto del maletero. Pesaba como un demonio de acero. Cada uno le cogió de un extremo. No hubo preguntas, solo miradas furtivas y muecas. Recuerdo que me tocó la cabeza. Iba bien envuelto, pero sentí un rostro. Palpé una nariz, y los dedos se me hundieron en los ojos. Joder, fue sarcástico, terrorífico. Avanzamos sin hablar. Llegamos al muro con bastante ligereza, pasamos el cadáver al otro lado y luego lo hicimos nosotros. Nos situamos en el borde del agujero y lanzamos el cuerpo. Supongo que fue mala suerte, pero caí con el cadáver. Me tropecé y caí. Se me hundió la cabeza en el charco de la fosa, y tragué agua, y me supo a muerte, a vacío. Thomas se empezó a reír, carcajeó a todo pulmón, y pataleó en el suelo, y se cayó encima de mí y tragó agua, y también le supo a muerte. Solo en aquel momento fui capaz de reír y carcajear a lo bestia. Y no tenía gracia.
    Cubrí el cuerpo con la tierra sobrante. Eché piedras al interior del agujero. Thomas fumó. Estuvimos hablando de fútbol todo el rato. Llené la fosa y saltamos sobre el barro. Luego insertamos piedras, y volvimos a saltar.
    –Bueno, ya está… –dijo Thomas–. Solo me queda saber quién es.
    Nos metimos en el todoterreno. Thomas apagó las luces de emergencia y encendió las del interior del vehículo. Abrimos las cervezas y nos las bebimos. Para ser sincero, me bebí la mía y media de la de mi hermano. La ansiedad me estaba consumiendo. No veía la famosa luz al final del túnel, no veía túnel, no veía salida posible, no había luz. Aunque eso no era nuevo, claro. Mi sino siempre fue algo cruel. Era algo vital. Una sensación errante que siempre iba conmigo.
    La realidad es una condena.
    –¿Te acuerdas del skinhead gordo y gilipollas que vivía en el portal de enfrente de los viejos? –pregunté.
    A buen entendedor pocas palabras bastan. Thomas recordó a Linda.
    –¿Dónde vamos ahora? –Thomas no solo era mi hermano, era algo más.
    –Al jodido infierno –contesté.



4 comentarios:

  1. Respuestas
    1. No sé quién eres, pero gracias. Es un placer leer esto que me dices. Pero mejor no me lo creo y sigo apretando.
      Un abrazo.

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  2. Genial. Me gusta la relación de los hermanos. Sigue así. Saludos

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    1. Era la idea, darle más importancia a la relación que al hecho de enterrar un cadáver.
      Muchas gracias. Un abrazo.

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